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HELIA

Prólogo

Cerca del año 1082 DC., tres hombres extinguirán su vida sacrificando sus ambiciones más humanas, resignando su mortalidad para entregarse a un deseo supremo de honor, amor y gloria y ofrendarse a las religiones soberanas: un dios, una mujer, uno mismo. Sólo aquel que así comprenda al mundo, conocerá el portal y sus demonios. Sólo aquel que sepa cuestionar sus ambiciones podrá atravesar el portal y vencer los demonios. Sólo aquel que sepa negar sus religiones podrá vivir en Helia.


Capítulo I


De Tirria y de Sueños

*-pasado -Presente

Bajo la fastidiosa y tupida calina del alba de la Baja Lorena un eco atronador alerta la mañana gala. El galope de Dalton disminuye hasta silenciar el horizonte casi imperceptible. La escarcha cruje ante el peso descomunal de las herraduras de plata. Un relinche vuelve a estimular el momento, y otro se manifiesta a lo lejos. Súbitamente los truenos lejanos parecen avecinarse a la escena: el galope furioso de Dalton responde a la incitación de su par y perfora el légamo. Un sonido tronador estremece las colinas y filtrado se percibe el bramido equino de su creador. Leroid desenvaina a ‘Lord Verve’ y su palabra llega al cuello del ofensor que sucumbe decapitado. El humo de su exhalación envuelve su triunfal retirada purificando el oxígeno. Los exasperados gritos de socorro se derraman en la oscuridad de la noche. Una daga besa el cuello de Viola vaciando su cuerpo y fenece para siempre. Protegidos por la noche, se retiran empapados de la virgen sangre los enemigos de aquel pacifico crepúsculo que saludaba la noche. Leroid resquebraja una vez más con su rodilla derecha la madera de su morada. Una cruz infinita se alza sobre sus ojos llorosos y atestigua se dolor. Los murmullos del viento le silban el nombre de Viola y eleva su mirada hacia el Señor. Sabe que no fue su culpa pero no puede asimilarlo tan fácil. ¿Cómo un hombre pudo retar a Dios y saquear su gema?La pluma se humedece de tinta y relata un pesar inmenso; las lágrimas evocan en el infinito una herida emética que no tiene cura. Ese escrito desesperado no tiene destinatario, lleva un sobre tácito hacia el hondo desconsuelo y una ira desenfrenada en el nombre de Dios. El sueño abriga el malestar y conduce a Leroid hacia el frío de una comarca de entelequia. Viola lo espera tras un portal de luz que vulnera la voluntad. La helada mañana revela la soledad de Leroid; sus conciudadanos lo evaden. Ha negado su sonrisa desde entonces. Esos últimos meses significaron un perentorio cambio. El empleo de sus días apuntaba franco hacia dios pero al parecer esa no era la ambición del Señor. Leroid convidaba su vida en votos para conquistar y purificar su corazón pero la muerte de Viola precipitó el destino y la espada venzo su aprecio.El reflejo del espejo denunciaba la derrota del señor, las nubes bajas decoloraban el horizonte; se olía a kilómetros el hedor a muerte y se escuchaba el aleteo de los carroñeros que ansiosos enlutaban el firmamento con la infinitud de sus alas. No era un día más en el asentamiento de los soldados de cristo. Una carta arrimó a su puerta. Era tiempo de escarmentar al ofensor.Comenzaba un carnaval bendito de sangre en Europa y Leroid lo iba a liderar.Dalton afirmaba su andar y celosos escuderos se hacían al paso como falsos corteses. Los rayos auspiciaban su llegada. El príncipe recibió a Leroid con gestos marciales, así lo hicieron también sus legionarios inferiores. Su naciente cometido tenía soldada una vez más la voz de Dios: redimir Jerusalén y bañar en sangre a quienes contaminaron su santo nombre atravesando el occidente europeo.


De Gloria y de Honor

La noche noruega de Diciembre alberga el aliento de Mudard, un aborigen de los fiordos. El ardor de la antorcha lo sosiega, conoce que la historia lo traicionará. Leyia, la luz de sus ojos, lo escolta ante el soberano resguardo de Odín. Su enorme humanidad lo delata y las cruces acechan. Atrás deja la sangre todavía caliente de su padre Brenner y el tormento de sus pares que renunciaron a su fe para poder seguir viviendo. La nave de Erik el Rojo lo aguarda en las aguas para exclamar pagana libertad. Le duelen las manos; los peñascos afilados de los fiordos cortaron su piel pero sin duda laceraron nocivamente a los invasores. La noche ahora es naranja, las flamas del fuego se extienden kilómetros al cielo en respuesta a los que desafiaron la voluntad de cristo. Mudard se oculta bajo las sombras retando al azar, unos pocos pasos lo distancian de la salvación. Mas tarde sabrá que el comandante de esa nave no se escapa de las cruces sino de la justicia pero la justicia había dejado de importarle hace ya mucho.Le fastidiaba la barba, le traía un negro augurio. Mudard había visto lo que no debía; una puesta de verano tuvo en sus manos uno de los textos vedados para la comunidad, una de las primeras eddas, añeja como ninguna. Le intrigaba saber cual sería el designio de los dioses. Sabía que no era lo correcto y Leyia, enterada, una vez más lo apoyó. Conocía la gramática de las eddas y generalmente coincidían en lugares que resultaban familiares para las familias aesir y vaesir, pero la ciudad de Helia nunca la había escuchado antes. Unos segundos después Mudard abordaba con sus postremos bríos a la nave junto a Leyia. No se había percatado de que ella cargaba una lesión deletérea: una flecha rozó una de sus muñecas y le abrió la arteria: agonizaría desangrándose durante el viaje. La lloraría eternamente. Oscurecía rápidamente sobre el mar, el trayecto bordeaba el círculo ártico uniendo las aguas noruegas con el Atlántico. Erik comandaba la nave, cientos de sus compatriotas remaban incansablemente aún heridos o enfermos. Mudard cerraba sus ojos en búsqueda de algo de paz. El tronar los alegraba, Thor combatía a los usurpadores. Tiempo después sabrán que la batalla fue perdida. Renacía como siempre el día enseñando a todos un alba helada. Los vientos del norte habían llegado para quedarse. Erik lideró la camada de libertos hacia nuevos suelo; ahora estaban en Islandia, hogar de Erik. Allí se asentaron por unos meses conviviendo con sus pares paganos, allí la paz se enalteció, no una paz cualquiera. Una paz de victoria.


De Sabiduría y Lealtad

El sol nacía en el shogun (territorio feudal). El silencio reverenciaba las órdenes de la dinastía. La familia Hojo domina el territorio que va desde Hiirosaki hasta Tendo. Myung, un soldado feudal, un guerrero samurai, dirigía la custodia del shogun. En el verde escenario de guerra, Myung saludaba a la victoria con su sable vestido de sangre oprimida. Aquella tarde conquistaba el amparo de la familia. La tarde en el Oriente se desvanecía con la puesta del sol. Myung estaba agotado, la batalla duró nueve atormentadas horas. Su cuerpo evidenciaba sacrificio, había más sangre que transpiración pero Myung era invencible. Lo comparaban con un semidiós. Era un semidiós. Su hogar apacigua el alma, las velas relucen el espacio y obscurecen el tiempo: allí no había tiempo, las velas no dormían y el silencio dopaba el aire. Myung era un anciano de las artes marciales de veintisiete años. Era algo bajo pero nada contenía al patrono del shogun. Nunca encontró un amor porque simplemente no conocía esa dicción. Todo lo que tuvo de familia se deshizo cuando el nació y quienes lo adoptaron penaron uno por uno. Su propio nombre significa maldito y maldita sería quien lo enamorara. Por esos días el shogun era embestido día a día y esa mañana no iba a frenar al destino. Trescientos mil hombres pisaron suelo Hojo y Myung los esperaba. Heroicamente el ejército de Myung defendió con sus vidas una gran extensión de territorio pero había un solo Myung y los invasores avanzaban entorpecidos por la sangre derramada hacia el objetivo. Myung acabó con cientos de vidas pero su disputa acabaría súbitamente. Permanecían cientos de hombre para someter todavía pero uno de ellos concluyó la batalla para Myung. El ronin torturado llevaba una serie de manuscritos. Esas palabras cambiarían a Myung para siempre convirtiéndolo en un simple mortal sumido en la ambición desmedida. De ahora en más desertaría su misión ejemplar renunciando a la eterna gloria de su patronato y a la lealtad de sus inferiores para descubrir la gloria de los portales de Lemuria: Helia.


CAPITULO II Camino a la redención

Sobre las últimas reminiscencias de verde herbaje cabalga Dalton hacia donde el sol se pone. Junto a Leroid avanzan mil caballeros cruzados desafiantes al invierno europeo. Tras siete días de travesía alcanzaron el pueblo de la Chaux de Fonds en la frontera con la actual Suiza. Las nubes bajas mortificaban el pueblo sumiéndolo en un aire con sabor a cenizas: el enemigo anidaba allí, aguardando someter una vez más a la cruz. La niebla desfiguraba las edificaciones y el hedor ahogaba a Leroid en nauseas infinitas. El silencio herido por el caminar comenzaba a agonizar y las sombras celebraban la conquista de la escarchada superficie. El respirar agitado de los soldados imita al grito del viento, y el andar de Dalton resquebraja la tierra. Al norte, unos mil doscientos guerreros jihad y jenízaros van en camino hacia la cruz que abandera la legión. Lord Verve mutila uno a uno a los enemigos perforando la carne y quebrando los huesos, la sangre de Cristo apenas si se deslumbró por el fuego que carbonizaba al enemigo. Tan solo una media hora más tarde el primer festival de sangre había culminado con un saldo de dos cruzados difuntos en la legión. Un entierro de honores y plegarias de gloria le siguió a continuación. El crepúsculo se inclinaba ante los vencedores para abandonar la centinela a la lóbrega noche. Como de costumbre los cuerpos sirvieron de cena bajo el fuego de los pinos incendiados; y el calor que invadía al aire durmió a Leroid. Una vez más Viola ganó sus sueños sentada tras el portal. Un aura de luz cercaba el lugar y la paz que allí reinaba asustaría al propio Dios. Un vórtice de energía vivificaba el oxígeno y las auroras guiaban a los dioses. Al amanecer la legión cruzaría el Rhin y seguiría camino hacia el Este en busca de la ciudad perdida a manos de los salvajes y hechiceros.


Tras los vientos del Norte

La magnitud de los prados relativizaba la envergadura de Mudard que abatido deambulaba por el pueblo penando su pasado de felicidad con el siempre vivo recuerdo de Leyia. El paisaje eran asentamientos infinitos de paganos vikingos que sedentaban en su nuevo hogar y comenzaban ya a evolucionar sus embarcaciones de guerra a sabiendas del futuro próximo de necesaria conquista y expansión. El frío congelaba las pieles y los lobos se acercaban a los fogones improvisados buscando calor, los más débiles y enfermos del pueblo no soportaban las reacciones de pequeños escalofríos que se tornaban convulsiones que quebraban sus espinas dorsales con una brutal simpleza. La presencia de Erik esa noche en Noruega no fue casualidad. Navegó por el álgido Ártico con el cometido de retornar colmado de soldados devotos a la conquista de nuevos horizontes confiados en el pronto advenimiento del ragnarok* (Apocalipsis, batalla final de los dioses) y Mudard fue el primero de ellos. Desde aquella incursión en lo indebido sabía que el final se aproximaba, aquella palabra Helia le corroía la paciencia y sabía que pronto los mandatos de Loki** (dios de la muerte) serían escuchados. Confiado en el destino, Mudard y los suyos comenzaron a reconocer que en Asgard*** (Hogar de los dioses) todo estaba listo para la batalla final, y Odín reservaba un rol protagónico a Mudard para la ocasión. Tras largas semanas de acaparar voluntades y de una arenga casi sobrehumana, más de diez mil guerreros se embarcaron a la conquista de Groenlandia en busca de honrar la sangre violada de sus ancestros y de sus amigos los dioses. La noche que las legiones zarparon, el frío congeló varios metros mar adentro y el acceso a los barcos se hizo una aventura de sangre y dolor: miles de pisadas destruían los témpanos y cortaban la piel perforando como cristales la carne helada de todos. Igualmente el espíritu de lucha era tan grande que nada ni nadie podía frenar la voluntad de triunfo de los guerreros mortales de Odín. El viaje fue un desgaste de energías brutal contra las olas maremóticas que descubrían la lucha tenaz de Thor contra Loki.; los rayos eran desviados por el adversario derrocando las velas y las telas carbonizadas envolvían a las mujeres calcinándolas al instante ante la mirada lacrimosa de todos. Al arribar a la costa las embarcaciones eran restos hilados por cuerpos quemados y remos utilizados como piso. A ese viaje sólo sobrevivieron dos mil y el estado de los que todavía respiraban era lamentable y digno de compasión. Groenlandia los acogió para siempre.


De Libertad y Desahogo

Fueron días de encierro perpetuo en una morada improvisada en el pueblo de Miyoshi: Myung llevaba casi 750 kilómetros cabalgando por el Japón; desde su partida de Tendo había logrado evadir varios intentos de homicidio hasta darse un descanso en las costas occidentales del mar de Japón; sabía que debía cruzar hasta las arenas de Corea donde allí emprendería realmente una aventura infausta. Tras decidir seguir adelante con esta empresa de demencia y haber notado la falta de provisiones, se montó a su blanco corcel cuando el planeta empezó a adiestrarlo en su voluntad: la Tierra comenzó a temblar y el suelo se abrió en dos creando un agujero de casi medio kilómetro de diámetro. Yoshu, su corcel, cayó al instante derritiéndose en el magma, Myung salvó su vida milagrosamente aferrándose a una pequeña raíz que cortaría su mano de par en par para seguir cayendo y sangrar por todo su cuerpo hasta poder aferrarse de lo que sea y trepar hasta la vida. Fueron 200 metros de caída que por horas tuvo que remontar por el dolor que vulneraba su voluntad. De aquí en más, el camino sería una cuestión de pasos y tiempo casi perdido.


Capítulo III Un final anunciado

Tras perder de vista el Rhin, y ante la atónita mirada de los cruzados, Dalton aceleró su andar disipándose en la niebla espesa. La herida de su corazón desangró de más: Leroid había renunciado a Dios para ofrendar otra vez su vida a Viola y sumirse en la desesperada búsqueda de aquel hermoso portal. Con el avance del tiempo y el galope, la flora mansamente parecía marchitarse hasta morir días después en un desierto que albergó a Leroid en una única pero inolvidable noche: Mientras Dalton yacía tendido en un costado, Leroid meditaba silencioso hasta que una melodía ganó sus deseos y comenzó a silbar. Instantáneamente comenzó a resoplar el viento y un diminuto torbellino acompaño a sus pies a Leroid. Al contemplarlo sonrió y cerró sus ojos buscando una sonrisa compañera sin avistar que con la melodía avanzada una tormenta de luces se desplegó a su alrededor iluminando el firmamento y el aire inquieto coreó la melodía. Leroid abrió sus ojos y ya nada era lo mismo, Viola apareció entre espirales de fragancias y un desesperado Leroid corrió a su encuentro pero un desgano involuntario surgió desde su alma hasta ponerlo de rodillas y llenar sus ojos de lágrimas dificultando su visión. Cuando todo se clarificó, un cielo rojo sorprendió a Leroid y el suelo ya no era firme sino un océano de arenas movedizas que lo tragaban hacia lo incierto. Del horizonte surgieron cientos de demonios que se abalanzaron contra Leroid que ya estaba con Lord Verve y montado sobre un Dalton asustado como nunca. Tras una batalla fugaz donde el aire transmitió los gritos más horrendos de la historia, Leroid cayó al suelo victorioso pero Lord Verve y Dalton estaban heridos de muerte. Al recomponerse alcanzó a ver a Viola cadavérica y salió a su encuentro dañado de amor. Cuando estuvo a sus pies un estruendo lo ensordeció y giró en pánico para ver su muerte en manos de sus legionarios inferiores devastados por su traición.


De reconocimiento y coraje

Sabía que no podía permanecer en aquel recinto, Helia se había convertido en algo más que un estigma. Esa misma noche, Mudard se encaminó hacia el continente y aunque la tormenta fue sádica como ninguna antes, desembarcó en tierra firme con el cuerpo magullado pero el ánimo firme y pundonoroso. El sol abrasador secó su esfuerzo hasta ocultarse sin aviso; de allí en más, un frió homicida gobernó el viaje. Una tarde, cuando el crepúsculo renacía por enésima vez, Mudard se topó con un viejo cadalso. El crucifijo que colgaba lo consternó y con todos sus poderíos destrozó el patíbulo. El cielo comenzó a desnudarse de estrellas y los astros se evidenciaron; Thor comenzaba la última batalla desplegando su imperio, así se dio inicio a la tormenta de cometas, así se llego al Ragnarok. Mudard contempló en la lejanía la marcha de los guerreros y los suelos se estremecieron. Un segundo de silencio quebró la monotonía y sirvió de prefacio para el fin del mundo: dioses y mortales asesinándose entre si mientras miles de valquirias salvan las almas de los elegidos. Mudard estaba exhausto y luchando por no exhalar misericordia. Finalmente un muérdago se clavó en su garganta y sólo despertó cuando el aleteo de las valquirias resonó sobre los gritos, los volcanes y las olas.


Para el Destino

Era una noche destemplada en los senderos otomanos; Myung arrastraba huellas de hambre y la ausencia de animales lo angustiaba, había comenzado a pensar en la posibilidad de comer su propia carne ante la desesperación de morir y caer en una histeria total. Súbitamente, un roedor sobrepasó su persona ya casi agónica y el olor a carne despertó del ensueño mortal a Myung. Persiguió a su víctima hasta su diminuta cueva y una vez descubiertas sus crías prosiguió a desmembrarlas una a una para terminar de saciar semanas de cruel apetito y un estomago mórbido. La luna brillaba ensombreciendo a Myung y los sonidos de la noche invadían la tranquilidad. Las nubes lentamente comenzaron a poblar los cielos y la nieve aplastaba el herbaje. El reflejo de las auroras en el suelo mareaba a Myung que estupefacto miraba los fenómenos surcar los cielos. Un resplandor iluminó la noche y descubrió al paraíso envuelto en neblinas y convenció a Myung en su sorpresa. Cuando el alba sorprendía a Myung, una silueta de humo se desprendió de la niebla y deslumbró al samurai. Atónito se fregó los ojos y distinguió una hermosa mujer que le susurraba sonidos. La encantadora melodía drogó a Myung invitándolo al infierno.

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