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Estrellas Muertas


Prologo:

De forma introductoria me gustaría echar un poco de luz sobre algunas cuestiones. El siguiente cuento está basado en algunos de los personajes de la editorial norteamericana DC Comics y ésta es mi visión personal sobre ellos. De ninguna manera me pertenecen. No es un cuento sencillo ni simple. Está escrito de forma barroca por un motivo. Es una exigencia mía, como autor, para que el lector, en virtud de apreciar la épica del mismo, se comprometa a atender cada palabra y dejar volar su imaginación tanto como pueda. Como se podrá apreciar el cuento está cargado de simbolismos y, por su intrínseca concepción, está en el lector la interpretación de los mismos. En las diferentes apostillas hay un link para aclarar la naturaleza de ciertos personajes de DC Comics y completar la noción de los mismos.



1: Descreer

Después de reestablecer la cordura, respiró fatigado. Le llevó un año desafiar aquellas circunstancias que pusieron de rodillas a sus pares. Pero nunca sucumbió. Se enfrentó con bestias vivas y mecanizadas, expresiones de inteligencia nunca vista de sus mejores contrincantes. Pero venció. Fue elevado hacia el límite de sus capacidades, herido como nunca y subvalorado. Pero prevaleció.

En su respiración descansaba la serenidad de mareas dormidas. Había conquistado la paz y su orgullo alcanzaba las puertas de destinos encumbrados. Pero la alegría de su más grande victoria lo había aplastado. Sus pensamientos se viciaron con la ignorancia del futuro y se despidió una vez más a las sombras del conocimiento humano.

La tierra se organizó nuevamente en el pesimismo doblegado y lo cotidiano reinó como antes. Pero el atavismo humano era incluso más fuerte que él y las voluntades de aquellos líderes que sobrevivieron al Apocalípsis lo retaron nuevamente. Sin embargo, esta vez y para sorpresa de todos, él no retornó. Estaba harto, confundido, desencantado. ¿Por qué lo hacían? ¿Por qué esa ingratitud con el éxito? ¿Por qué darle la espalda a su esfuerzo?

Y entonces, llorando sin antecedentes, huyó. Se escapó de su alegría y la tristeza gobernó sus sentidos. Partió sin rumbo, hacia donde nunca había ido, furioso. Su velocidad dejó a una maratón de púlsares como caracoles heridos destruyendo el espacio-tiempo a su alrededor.

Y la larga noche del último hijo se inició orfanándolo todo.



2: Metrópolis

Las bacterias y su fetidez anegaron los sentidos de un cementerio gélido, de pasado glorioso y recuerdos que una noble realidad extraña. Ese cementerio era la bellísima Metrópolis, hoy reducida a escombros. Ese año encontró a sus habitantes ávidos de provisiones y nuevos anhelos. El destierro de la soberanía, de la identidad, fue derrocado por un mestizaje que recordaba el génesis de una civilización que conocía perfectamente las consecuencias de este babel cultural. Atrás habían quedado las noches de cólera y turbación, con el sonido de las bombas y los relámpagos que iluminaban un cielo muy ajeno al que estaban acostumbrados.

Franz Curry, un joven de unos 26 años, olía detenidamente el herbaje, o lo que quedaba de él. Había en esos trazos de naturaleza reminiscencias de juegos que la infancia jamás le había negado. Ahora, con una madurez que nunca buscó, exploraba verdades que creyó prohibidas.

Caía la noche y el frío se vestía de enemigo una vez más. Franz regresó sus pasos para entrar a su morada y cenar, si así se lo podía llamar: semillas y roedores comprados con los devaluados luthors que pudo juntar vendiendo miscelánea en el mercado negro.

El invierno solía ser una bella dama que besaba, con la estela de un vestido blanco, las copas de los árboles. Ahora parecía una vampiresa que seducía a los vientos hiriendo las hojas.

En la vieja Metrodale, en los confine sureños, Franz cultivó aquellas creencias que Hans y Catarina, sus padres nativos de Markovia le ilustraron. Ya pequeño su fe era grande; estaba seducido por las fantásticas historias que Hans le narraba. Aquellas fantásticas historias del gran Geo-Force le iluminaban los ojos. Aunque los días siguientes supieron complicar las cosas: Catarina, su blonda y hermosa madre aún entrada en años, parecía desconsolada. Su blanca piel, tan símil a la Luna, era ahora ganada en azul. Afligido pero cortés, Franz sabía que no podía involucrarse en asuntos de mayores pero una madre solloza vence hasta el mismísimo Mal. Fue así que el secreto de Los Lobos le fue finalmente develado: Hans era socio fundador de una organización ocultista cuyo fin era la salvaguardia y la conservación de los mitos y dogmas markovianos, y esa custodia implicaba todos y cada uno de los procedimientos, aún los más temidos; fueron éstos por los que Catarina sucumbió.

Franz tomó la ruta por la que ni la vida camina para cavilar, meditar y rezar; lo que acababa de digerir era filoso y nocivo aún para las almas más valientes. Tras horas de desconcierto e histeria emprendió regreso para retar su futuro y jurarle muerte a sus soñados designios: Un hijo no habría de suprimir lo que dinastías habían escrito con sangre.

Al amanecer, Franz emprendió viaje hacia las ruinas, recintos que ilustraban vestigios de civilización, urbe y vanguardia. Tomó su proto-ciclonia y aceleró al máximo dejando atrás los efluvios y hedores que emanaban e intoxicaban los sitios bestiales e impiadosos. Pero para aquellos que han permanecido de pie tras la gran guerra del‘87, eso no era honestamente nada. Mientras recorría el área podía claramente diferenciar los grupos que habían sido unidos por el sano sentimiento de pertenencia y homogeneidad: los que creían en muchos, lo que creían en uno y los que no creían. Cada grupo había tomado posesión en la apaleada Metrópolis. Construidos por aquellos maderos y tecnología residual que la guerra había indultado se elevaban enormes hangares, virtuales ciudades consecuentes del sudor. Al sur se encontraba Metrodale, el lugar donde Franz y los inmigrantes markovianos pertenecían. Al norte, este y oeste, extendiéndose sobre la enormidad de Metrópolis se levantaba Midvale, la ciudad luz donde los herederos de la palabra de Dios, y viejos habitantes de la extinta Gotham, se confabulaban para buscar perdón en el alma inmortal de lo que juntos decidieron en llamar Juvhad. Finalmente, en el valle, descansado entre las murallas, se hallaba New Troy, una tertulia gigante donde aquellos que ensordecieron ante el grito de Juvhad se reunían para fortalecer sus sinapsis; muchos de ellos jóvenes de fortuna que supieron abrazarse al exilio para retornar y reconstruir su amada Metrópolis. Rostros familiares había en aquellos lugares, muchos amigos, algunos enemigos todos conocidos. Franz saludó cordialmente a Michael y a Heinrich, sus más fieles compañeros, en quienes depositaba la más estricta confianza. Ese espacio, su espacio, era confortable y ordenado. Si bien se respiraba un aire de cordialidad entre los habitantes de los tres mega-hangares, había un gusto raro en todo eso, como cuando uno degusta un sabor agridulce que primero gana las pupilas un sabor nacarado para dar paso a una efímera pero indudable amargura. Y aquella realidad que Franz tan costosamente digirió era la más atormentada muestra de ello.


3: Los Vecinos de Bane

El aire corrupto sabía a pólvora e irrumpía en las calles; en la concordia de Midvale se concilia el sueño a sabiendas que quizás aquel lugar era el único ámbito de afonía que quedaba en este espacio de urbe que supo deformar el hombre. Entre los que sedentaban en las alturas del campanario, camuflado por las nubes que mimaban las débiles edificaciones, descansaba Pedro el Silencioso. Pedro moraba en los brazos de lo onírico, ideales que perfumaban sus mañanas y abrigaban sus noches. Hacía ya más de 30 años que se había arraigado en el hábitat santapriscense; con ellos se crío y con ellos penó. Un viejo romance vestido de tragedia acabó con su idilio y la galantería apasionada, volcando su pesar a fantasías juvhadeanas. Los evangelios bañaron el cerebro y el corazón de Pedro negando un respiro de racionalidad. Metrópolis no era un sitio idóneo entonces para tropezar la calma. Respuestas investigadas no encontrarían allí lupa ni detalle. Huérfano tras la escalada bélica, intentó en vano socializar en tertulias o improvisados cafés con la inocencia que conlleva el espíritu aventurero de abrirse el alma a la sociedad. Su único compañero fue, pues, su rifle: un Spencer VT3 semi automático; viejo ladero en la batalla, con el que afortunadamente no entabló diálogo tras la capitulación de la sociedad civilizada pero que era centinela de desfalcos y de las sangrientas aventuras de la logia armada La Orden Sagrada de San Dumas. Ésta había tentado a Pedro conociendo sus talentos pero el asesinato era una herejía suprema y Pedro lejos estaba de eso. O eso creía.

Las eternas nubes surcaban el firmamento divulgando el atardecer, demostración certera de altruismo y regalo de la naturaleza. Aquello fue el escenario para las ya reiteradas visiones de Pedro: cuerpos desfilando ropajes foráneos, lenguas a las que prefería ensordecer. Con el paso del tiempo las visiones ganaron coordenadas en la realidad y lo que sueño fue, ya no era más. La convivencia era ahora un reducto peligroso y desalentador. Aquellos que supieron abrirle su corazón, temerosos recularon. Pedro comprendió que debía unirse a las filas de la soledad y deambular por los senderos ausente y afiebrado.

Sus calles ahora eran caminos de la felonía y los mega-hangares, hogar de la infamia. Su rifle comenzaba a enhebrar oraciones antes enmudecidas y la tentación de dialogar era inmensa, quizás era hora de desabotonar los labios de la muerte y acallar la pesadilla. Los tan temidos jinetes del fin cabalgaban a voluntad y nadie quedaba libre de su mirada porque Pedro era sus ojos y la banda sonora de esta aventura serían corcheas de sangre, blancas y negras de horror, el tango nunca escrito.

Vacilante y temeroso, la voluntad estaba conquistada. Niños que corporizaban cariño se hacían a un lado buscando maternos abrazos que cegaran su hiriente mirada. Pedro transitaba errante por la vida perdiendo un juego macabro con su inconsciente.

Pasada la siesta del sol, cuando despiertan las flores y amanecen los sonidos de la naturaleza, en Midvale las oraciones y plegarias zumbaban los oídos de Pedro. Aún así, ingresó por los dañados portales con el ferviente deseo de encontrar por última vez la paz. El silencio y las cabezas bajas, el susurro y el honor dictaron la salida. Derrotado y buscando hombros para sus lágrimas, le tendió la mano a la tristeza más grande dejando el espacio necesario para sembrar la ira. Su Spencer VT3 había encontrado las palabras para comenzar a hablar.


4: Luthor´s finest

En el océano que simboliza las masas, las olas son líderes ascendiendo de la mediocridad; y en esa húmeda cúspide tronaba William Harrington III. Bajo la tutela de toda New Troy, William caminaba entre sus pares con la seguridad de un magno, una majestad oculta bajo una piel adolescente. Si las sinapsis conspiran decisiones, en William hay una inmutable erupción eléctrica: pulsiones de energía que derrumban ensayos milenarios en segundos.

Como él, decenas de mentes brillantes corrompían tediosas discusiones sostenidas por fieles e incluso en los altos mandos de los ejércitos juvhadeanos. Eran dandis en una tierra de hollín y mal gusto. Herederos de vestimentas que las centurias supieron valorar, de lenguas muertas que renacían orgullosas y plumas asesinas de teorías que se degeneraban ante este versus.

Hacía ya lustros que William creció huérfano. Con la muerte de sus abuelos indujo la tutela de amigos que se hermanaron con los años y esa unión era ahora indestructible.

Los días en New Troy eran templados, grises. No existía el calor ni el frío, parecía emancipado de la natura; como si aquello que los bárbaros llamaban astros fueran tan sólo dicciones foráneas. Los protegidos por dicho micro hábitat eran almas vagantes, mareadas por los perfumes con las que se almizcla la verdad; buscadores de anclas y genios perversos amparados por una lógica inimputable.

De temprana edad, William indagó en los principios metafísicos y gnósticos; se sirvió de ensayos y tesis milenarias heredadas por las exploraciones de sus antepasados, los científicos de la vieja Luthor Corporation. La biblioteca de New Troy, si bien diezmada, todavía conserva los escritos más valiosos y Metrodale y Midvale negocian desde antaño su recuperación.

Tras exhaustivos años de investigación, o de deseo, William concluyó que el designio cardinal era la supresión de aquellos que amenazaban el perfeccionamiento de la especie. William, así como sus cinco camaradas, conocían la existencia de los Lobos y la Orden. Empero, no conocían a sus integrantes y este anonimato resguardaba Metrópolis.

Hacía ya 4 meses que la orden de Darwin se congregaba en las zonas más recónditas de New Troy. La misma era, quizás, la orden más peligrosa de todas, ya que era inmune: el poder de la palabra suprimía la necesidad de armas materiales y las posibles huellas morían en la confusión de las voluntades heridas: en dudas nunca manifiestas.

Metrópolis da lugar, ahora sí, a una batalla real: donde nadie vence.



5: El Heredero de Brion

Metrópolis callaba ante ese sonido tácito que emite el aire cuando transpira nerviosismo. Gotas sobre gotas eran nuevas sombras para adoquines ahogados en marchas de pesadas botas que supieron desfilar enmudeciendo la ciudad. El viejo reloj de la plaza observaba desafiante los pensamientos de quienes consumían las horas del amarillo herbaje y de sus bancos cuyos sueños de parejas se truncaban segundo a segundo. Irónico como el tiempo supo quedar en pie para atestiguar con su marca el yerre de la especie. No Juvhad, el dios-uno, no los dioses poéticos, ni el cosmos que escribe en sus estrellas el destino ambiguo de los humanos; detendría el egoísmo: esencia magnífica que sucumbe imperios.

Hans apartó a Franz de la pequeña habitación que hacía de comedor, cinco minutos le bastaron para confirmar la decisión de su hijo. Tomaron un Saab color marfil y se dirigieron a un edificio conocido como el Volktagg y una vez allí se detuvieron tras un gran portón de roble. Hans y Franz ingresaron al salón Tara, salón oculto a los ojos de quienes no quieren advertir. Su presencia detuvo todo signo de presente: murieron los gestos y las palabras; las muecas congeladas reflejaban el asombro y un alivio conquistó el lugar. Víctor, el mayor y líder de los Lobos, contempló su entrada como si la muerte le tocara el hombro. Tomó la palabra dirigiéndose a Franz. “El árbol cuyas raíces engendran vida, florece ante nosotros una vez más. Den la bienvenida al legítimo sucesor de Brion, los escritos no mienten, él es.” Hans no supo como asimilar semejante noticia pero le sonrío a su hijo como nunca antes. Víctor enunció las 4 verdades del Gran Libro y Franz supo así que su futuro se confinaba a una victoria sin escrúpulos. Aquellas vivencias en las Operaciones Negras de la pasada guerra instruyeron sus instintos homicidas. Nada ni nadie podría dañarlo.

Un sobre cerrado con sello de sangre inauguró una noche de otoño. El novicio Gabriel era el sucesor natural que Midvale había bendecido. Encontraría la muerte un día segundo bajo la firma de un Franz sediento de justicia: En lo recóndito de la noche, donde las fábulas de muerte se escriben, hallaba la luna las sombras de clérigos con calor en su pecho, calor de amor juvhadeano: las hostias se paseaban por los pasillos de Midvale purificando los errores de aquellos que supieron darle la espalda al Juvhad. El novicio Gabriel cargaba orgulloso su crucifijo de plata, simbolizaba su estadía en el estrato que separa a los mortales de aquellos por cuya lengua habla el mismo Juvhad. Alejándose de las pobladas sendas de Midvale, Gabriel expiraba frío; quizás algo en lo remoto de su ser conocía las letras de su última oración. A pocos metros de la puerta que separaba la paz del murmullo, Franz interpuso su cuerpo y el marcial accionar de sus brazos laceraron los huesos cervicales del novicio asesinándolo en el acto. Los ojos que alguna vez cargaron en sus retinas imágenes de piedad, ahora se fundían en un blanco. La brutalidad del movimiento fracturó decenas de huesos y el calor de la sangre que emanó de los labios de Gabriel creó un halo de humo encubriendo los pasos fugitivos de Franz. Los gritos de angustia sacudieron de pavor las paredes de Midvale ese amanecer. Comenzaba, así, un dominó de muerte.


6: El ascenso de Las Noches

La noticia recorrió como el álgido viento las aristas de la ciudad y la consternación ganó el ambiente. En las entrañas de Metrodale, en el corazón mismo del salón Tara, la satisfacción por el hecho consumado, por su brutalidad, alteró las muecas de los Lobos y las sonrisas conquistaron sus rostros. Las felicitaciones y la gratitud irrumpieron esa mañana como olas maremóticas que no logran detenerse. En ese mismo instante, las almas del salón Tara habían logrado corroer muros levantados hacía más de mil años.

Bajo la sombra de un árbol, Franz se sintió abrazado por la confusión; aquello no podía compararse a sus misiones encubiertas tras líneas enemigas, cuando Markovia llamaba a la defensa. Había en sus venas dictámenes milenarios que agitaban sus glóbulos y la pasión junto a una fe colérica le arrancaron una carcajada llena de liberación; como si aquel acto de horas atrás dibujara en su conciencia una llave que abriera los brazos angelicales de Terra. A escasos metros de él, Michael y Heinrich se confesaban por lo bajo preocupaciones y cuestionamientos; pero sus gestos adustos se esfumaron en cuanto Franz los invitó a caminar con él. Los tres se perdieron entre los caminantes y se unieron al murmullo reinante.

La noche que murió el novicio Gabriel, Pedro rezaba desconsolado en los pies del monumento a los caídos. Su piel relucía por las gotas de transpiración que bañaban su cara y la soledad lo estaba torturando. Volviendo sobre sus pasos, Pedro fue al encuentro del bullicio y su curiosidad lo empujó hacia un dolor áspero. Cuando la noticia llegó a su cerebro pareció que su miembros despertaran de una narcolepsia y un grito animal surgió de su garganta asustando a todo ser vivo. Se juró encontrar al responsable y vengar el crucifijo. No había espacio ya para el perdón porque el perdón es divino y lejos se entendía él de una deidad. Transitó sin horizontes las calles buscando respuestas y la negativa fue la constante y desalentadora afirmación.

Alejándose de la verdad, cayó preso del desasosiego y una voz le inquietó el corazón; lo observó pávido y volviendo a los rastros de su infancia un hombre vino a sus memorias. Lo recordaba vívidamente; era la voz del arzobispo Miguel, viejo amigo de su padre. El viejo recorrió con su mirada el maltrecho cuerpo de Pedro y la lástima presentó sus credenciales a la situación. Pedro se dejó caer al suelo, desplomado como si la incomprensión le pesara toneladas; el arzobispo, levantando fraternalmente la pera de Pedro, tomó una bocanada de valor anunciando una sentencia: “Mi querido Pedro, Ángeles alados perecerán como antesala del éxito juvhadeano. No ha de alarmarte la muerte porque tú ahora conoces los propósitos de Juvhad y su palabra reina en ti. Aquello que confecciones en el mañana llevará su signatura y sus consecuencias no deben acobardarte...”. El arzobispo fue interrumpido por el golpe mortal de una veforeta -un vehículo bimotor liviano- fuera de control. El agudo quejido de los frenos se mezcló con el ruido de huesos que se astillaban violentamente. La espina dorsal se rompió en mil pedazos estacando los órganos y con el último hálito susurró: “¡escarmienta al ofensor!”. Pedro, estupefacto, rompió en llanto.

Tras el arribo de la ambulancia, el caos gobernaba el escenario. Pedro ensordeció al balbuceo plural y las palabras del arzobispo rebotaban en un vació sepulcral. Tratando de encontrar sentido a aquella súplica, rebobinaba sus sentidos y no lograba atar cabos. Sólo podía pensar en el Kronosum Kaos: el soplo del diablo que desordenaba la paciencia del Único.

En la esquina, a pasos del incidente, William y Jean Baptiste fumaban pasivamente sus cigarros galloises rubios, sentados en el reconstruido café “Le Paix”. Una disimulada expresión de placidez transformaba sus facciones, signo del accionar Darwin: Minutos antes, cuando los gritos daban vida a un nuevo desconcierto en la feria local, Teodoro y Louis -miembros del consejo de Darwin- se perdían entre la multitud pero había un vínculo que sobrepasaba el verbo y los unía en un letal cometido. El final de su recorrido era el taller de la calle de la república, más precisamente la veforeta de Joaquín, uno de los aspirantes a novicio de Midvale. Al arribar al mismo dieron prisa a sus intenciones y manipularon el sistema de coordenadas de la veforeta. El resto es historia.

Antoine, el último miembro de Darwin, regresaba al “Le Paix” tras cronometrar el accidente desde otro punto cardinal. El perfume de los Darwin embriagaba el olfato de las transeúntes y sus finos trajes imantaban la vista femenina. Pero era común en New Troy hallar este perfil; muchas familias de fortuna emigraron al norte, a Bakerline. Allí escapaban del horror bélico y el olvido de Juvhad.

Cuando Teodoro y Louis se anexaron a sus camaradas, William separó lentamente de sus labios la copa de su Malbec. Tomándose un segundo para panear con su vista el teatro de operaciones allí montado, y se dirigió al resto: “Fue extraordinario. Sus caras... el aire contenido, sostenido por endebles alfileres... todos lo vieron...” hacía una pausa para cruzar sus miradas con mujeres desfilantes “... La cúpula de Midvale se reunirá en Asamblea en las próximas horas. Cinco del grupo de los Nueve estarían presentes allí. Con esta baja hubieran restado tan solo un par defunciones pero el asesinato de ese novicio impulsará un reemplazo. Antoine, tu investigarás qué pasó con ese imbécil, me temo que los Lobos hayan bautizado su fuego. Si es así, esto se volverá muy... muy entretenido.”


7: Historias repetidas

Metrópolis se encaminaba a un nuevo crepúsculo. El viento, añejo enemigo de la naturaleza que sedenta, silbaba impune entre los caminos y despertaba del hipnotismo a las hojas caídas. Franz buscaba calor en una taza de negro café cuyo aroma magnetizaba los sentidos de aquellos reducidos por el clima. Meditaba sobre las horas pasadas mientras jugaba con un nuevo sobre entre sus dedos. Sabía que esta nueva misión conllevaría una complejidad ausente hasta esos días por lo que destinó el resto de las horas a estudiar y repasar sus próximos movimientos. El ayatollah Medono y el rabino Polsky eran las máximas autoridades en Midvale en cuanto a revisionismo concierne; por ellos transitaba toda la información y se descontaba su conexión con La Orden Sagrada de San Dumas. Permanentemente compartían custodia de dos hombres de identidad desconocida de los que se rumoreaban eran ángeles.

Esa noche Franz se acostó algo ansioso, tenía los rostros grabados en un horizonte artificial, como si sus caras lo acompañaran en cada visión. Por la mañana organizó sus cosas y fue en busca de sus blancos quienes circulaban en un viejo vehículo Fiat R56 gris escoltados por otro R56 color crema. Al avistarlos los interceptó a un cuarto de kilómetro donde las calles pierden su sustancial granito y renacen en tierra. Antes que Franz pudiera siquiera alterar la perspectiva de su mirar, los escoltas estaban ya a pocos metros envainando sables dorados, sus ojos habían perdido su apariencia humana y un sonido leonino acompañaba su respiración, eran los “ángeles”, clones del villano conocido como Azrael.

Tras un segundo de perplejidad mutua, una de las criaturas avanzó furiosamente y en un parpadear cortó la mejilla de Franz. Un agudo dolor se hizo dueño de su realidad: parecía que la sangre que brotaba de él estuviera fundida con sal y el ardor se deslizaba por entre los músculos bucales erosionando los anticuerpos. Una leve variación en la mueca de la criatura despertó en Franz un instinto animal supremo, y como si un peligro extremo amenazara sus lazos comenzó a castigar a la criatura de forma desmesurada: había algo en Franz que había evadido su condición de mortal, su constitución era ahora singular, un Berserker se gestaba en su sangre. El primer golpe de Franz fue directo al estomago destruyendo los órganos del enemigo por la brutal presión ejercida por los huesos y los nervios deshilachados conectaron con los músculos generando un dolor sobrehumano logrando que unas gotas de lo que pareciera ser sangre blanca se desprendieran de los labios de la criatura. Sin que fracciones de segundo transcurran, Franz vacío un cargador de su pistola Hokkerfhëim V87 en la garganta de su adversario arrancándole la cabeza del tronco dorsal. Mientras el ayatollah y el rabino observaban pasmados la escena, el segundo escolta salió al encuentro de Franz con la velocidad de una descarga eléctrica que azota Metrópolis en tiempos atormentados. Su espada se dirigía al desprotegido cuello de Franz pero dos dagas penetraron las rótulas de sus rodillas forzándolo a caer; una vez en el piso Franz sacó de su espalda una antigua hacha de doble hoja y comenzó a rasurar los brazos de la criatura sin cortarlos de lleno para culminar insertándole la totalidad del arma en la cabeza entrando por un oído hasta el otro.

El llanto del ayatollah despertó de la concentración a Franz que río con sorna y culminó el acto fusilando a los protegidos. Tras asegurar el perímetro enterró a las criaturas bajo árboles ocultos donde el sol nunca proyectaría sus sombras negándoles el retorno al paraíso.

La noticia derrumbó la moral de muchos, ese pilar que constituía la fuerza de una estructura tan poderosa comenzaba a colapsar. Midvale iba perdiendo líderes, la defunción de 4 cuerpos de la gestión apresuraba decisiones y la velocidad de las mismas debilitaba la seguridad de sus consecuencias. Si La Orden debía entrar en acción, éste era el momento.

Una espesa nube de saña cubría el espacio de los fieles del Único. Un sentido de desprotección sumía a las personas en colapsos depresivos retrasándolos a tiempos infaustos. El rumor de la masacre llegó a Pedro y su constitución se quebrantó en mil pedazos. Parecía un Fénix sediento de venganza, renaciendo de óxido para volverse no un fuego heroico: macabro. Ya no había pausas ni silencios, una nueva liberación era lidiada y no podía renunciar a ella. Contactó con la Orden, que lo bendijo, y estableció sus límites. Trabajaría solo; sus encargos serían cumplidos con sangre ya que se reconocía ahora uno de ellos. Pero ahora era tiempo de ejercitar a los estrategas, por lo que por unas semanas Metrópolis vivió su último aliento de paz.



8: Uno, hoy y siempre.

Dos semanas habían transcurrido ya. Pedro había peregrinado la topografía local estudiando los pasos ajenos. El llamado de la Orden sentenciaba su accionar y una inmensa alegría ganó su diminuto corazón. Un viejo ático sobreviviente lo escudó de las miradas. Presenciando los movimientos divisó a su mártir Olaf, discípulo de Víctor y segundo en la línea jerárquica de los Lobos. Según envejecían los minutos, Pedro recorría con sus ojos el camino casi matemáticamente exacto que Olaf transitaba. Besó el plomo del casquillo y musitó una rogativa como aquellos que saben excusarse del error. Olaf se detuvo a pitar su cigarrillo y la lumbre de su bocanada fue la señal propicia para el disparo. Con una botella que sirvió de silenciador, mutó la culpa y la paz sedó los pensamientos de Pedro. Segundos después de efectuado el disparo, y mientras la acción natura corroía el cuerpo de Olaf, tres legionarios de los Lobos contestaron al llamado agónico del heredero desde un viejo e-pager. Pedro había ya descendido unos pasos cuando la calma fue sorprendida. Los pocos testigos de la caída del cuerpo de Olaf desertaron despavoridos a la llamada solidaria y los arios soldados se hicieron presentes retando al malhechor. Pedro estudiaba el escenario a través de las heridas de la vieja edificación y rememoraba velozmente las vías de salida: el inevitable cruce no podría darse a más de 30 metros. Tomó el rifle y enumeró sus balas; llevaba tan sólo dos más y el asunto sería decidido en formas que él ignoraba o prefería ignorar.

“Inspeccionen el área, no puede estar lejos” – la lengua markoviana resonó alertando a Pedro y una reacción nerviosa precipitó la caída de unos cuantos escombros delatando su presencia. Inmediatamente un huracán de balas se dirigió hacia el germen de los sonidos, dándole tiempo para apuntar y derribar a uno de los soldados. Se tomaron una fracción de segundo para reposicionarse y ocultarse mutuamente levantando una polvareda de la que ambos se valieron. Tras exhalar, Pedro giró sobre su eje y disparó su Spencer retomando su posición original en tan solo un suspiro. Un sonido seco le aseguro la caída del blanco. El sobreviviente vio caer desplomado a su camarada con un hilo de humo saliendo de su frente y cerró los ojos para tomar valor. Ambos estaban absortos, imaginando el devenir de sus próximos movimientos, a sabiendas que podía ser el último y que toda una comunidad los respaldaba tácitamente. Pedro especuló en centenares de escenarios posibles y concluyó que lo único que lo salvaría sería una distracción, al menos para agotar las municiones de su enemigo. Tomó un manojo de piedras y lo arrojó a unos 5 metros; las piedras tocaron el piso y el aire se llenó de balas suficientes como para derribar un acorazado. Se escuchó un disparo en falso y reconoció la señal de vacío. Tomó su cuchillo y como un destello alcanzó la posición del último alférez. Cuando miró a su adversario se detuvo casi congelado observando que su enemigo era apenas un pequeño de no más de 15 años. Sin dudarlo, el pequeño asestó un golpe de puño a Pedro logrando que pierda de su control el cuchillo. Pedro, sin lograr salir de su asombro, reaccionó a tiempo golpeando al pequeño que al caer golpeó con fuerza su codo generando una reacción eléctrica que lo desmayó. Atónito, miró en derredor y con lágrimas en los ojos tomó el cuchillo y apuñaló al niño.

La noche cayó sobre sus espaldas y Pedro continuaba junto al cuerpo.



9: Los temores de Ra´s al Ghul

Hasta la fecha, 23 de Mayo de 1890, habían ya once cadáveres; once muestras: advertencias al nuevo orden que las palabras de un último libro estaban dictándose.

El Concilio de los Siervos, el evento más importante de la elite de la Orden, se llevaría a cabo en los primeros respiros de sexto mes, pero cuatro de sus cinco constituyentes habían visto la muerte. Lloroso y socorrido por sus súbditos, Zuhair, el quinto siervo y presidente del concilio, organizaba una llamada de salvación: un llamado cruzado, una Jihad, un movimiento mesiánico de supervivencia. En las oficinas de Midvale, un caos sonoro de celulares irrumpía el silencio, una improvisada asamblea mercenaria, avalada por los cuatro miembros restantes de la alta jerarquía, se convocaba para salvar a Juvhad.

Zuhair hizo un llamamiento majestuoso, una invocación hacia los paladines del Único con la ayuda de los ángeles, los protectores del Falso Fatto, el misterio sacro de los juvhadeanos. Se arrojaron hacia las aguas negras de la fuente de Midvale e iniciaron el rito de comunión. Como si encarnaran un coro de mil hombres, alzaron sus voces y lentamente las estrellas se configuraron. La gente se apostó en las calles para espectar tamaño entretenimiento. El cielo parecía un tablero de luces dinámico y sobrecargado. Mientras los segundos transitaban el pasaje infinito del tiempo, las tribus decodificaban el mensaje y se alistaban repentinamente. Desde las planicies del oriente los jenízaros cabalgaban corceles de ébano; desde la lejana Kahndaq descendía la Guardia de Adam lideradas por Marian sobre corceles albinos de ojos áureos; y desde el confín occidental de Qurac se adosaba la Liga Qumram con sus estandartes estrellados. Caída la noche se escuchaban los redobles del pisar equino que acechaba Metrópolis y los mega-hangares se cobijaron.

Zuhair organizó sus hombres y los alentó a la caza de los responsables, comenzando con los Lobos.

Mientras tanto, refugiados en un Living-room casi frívolo, fuera de contexto; Darwin festejaba la ausencia de la Orden y la caída del primer Lobo. El aroma a fino tabaco mezclado con las fragancias galas del viejo mundo que perfumaban el ámbito embelesaban los instintos. La mesa marmolada y las maderas arcaicas, las alfombras persas y los telares kahndaqueanos, los Rembrandt y los Kodarts. Todo allí enaltecía la ostentación.

Sorprendidos por la facilidad con la que sus objetivos se iban resolviendo, comenzaron a indagar el porvenir una vez que Midvale y Metrodale entraran en guerra. William tomó la palabra y dirigiéndose a sus iguales manifestó su preocupación pues el asunto se escapaba de su control: aún el caos se rige por un orden y esta anarquía desataba cabos peligrosamente.

“Hay en el exterminio una constante pero pausada y paradójica evolución; la acelerada disminución de los eslabones auspicia una rápida defensa y nos separa de la raíz. El modo eficaz de concretar la desaparición es mediante la confusión y el desinterés; eso o deberemos abordar la opción de la guerra que se avecina, pero ésta deberá ser total. Un conflicto que involucre a todos por igual, sin excepciones y eso se logra infamando el honor y la dignidad de la Fe. Dada las circunstancias, considero que la segunda opción es la más viable por lo que debemos separarnos del objetivo primario y avanzar sobre los símbolos de Midvale y Metrodale.” Dicho esto, William indicó los objetivos a Darwin iniciando la operación “Omisa Réplica”.

Sepp, uno de los Lobos, apresuraba sus pasos raudamente buscando arneses imaginarios y redes irreales que detengan su moral. El cuerpo de Olaf yacía en el piso animando el fisgoneo de aquellos que se avecinan merodeando. Cuando arribó al Salón Wotan robó la atención de los presentes al observarlo transpirado y pálido: “¡Olaf ha muerto!”


10: Grandes y Pesados

Los primeros vientos del aquel domingo elevaron el polvo del suelo de Metrópolis y parecía denotar un éxodo premonicioso; como cuando el instinto ejerce disciplina y el cuerpo es leal como nada. Parte de ese batallón de polvo parecía arrepentirse y aferrarse a las paredes rebeldes de la guerra ensuciando lo que aún se resistía a ser tocado. El Victorian Pride, el Zeppelin de 6 turbohélices más grande del mundo, volaba a baja altura recolectando pasajeros en las terminales. No muy lejos, Jean Baptiste enamoraba a una azafata en la esquina que llevaba el nombre del gran guitarrista difunto Fritz Mond. Junto a una casilla de mensajes destruida, tomó una botella de vino blanco y ofreció un trago a Magda, la operaria número 2 de la línea aérea estatal. La pobre nunca supo que bajo el delicioso sabor había un estimulador volátil cronometrado que la conduciría a una muerte espectacular. A unos 100 metros de allí, Louis y su inseparable colega Teodoro jugaban cartas cuando Jean Baptiste digitó su código en el reloj y la señal fue recibida en el “Schedule 3000” de Louis. Automáticamente Teodoro llamó al centro de comando aeroespacial e informó sobre un pick-up a las 7:45 en el Complejo de Urgencias de Midvale. “Condenado imbécil, no tiene idea de lo que les sucederá - musitó Louis.

Con el Victorian Pride a una altura considerable; Jean Baptiste dirigió una mirada a Magda y le solicitó conocer la cabina de comandos. Magda, drogada por el imán que le significaba J.B., asintió sin dudarlo. Saludaron a la tripulación de mando, un comandante de unos 40 años operaba el direccionamiento, mientras que un copiloto con un sobrepeso notable se hacia cargo de la navegación y los instrumentos. “Increíble, ¿verdad?” -comentó Magda. – “Espera ver ésto”- replicó J.B. activando el estimulador dentro del cuerpo de Magda. La primera sensación que tuvo aquella azafata fue un latigazo en la garganta, para luego sentir un ardor en las terminaciones nerviosas de sus extremidades obligándola a caer. Ante el dantesco espectáculo el copiloto salió en auxilio de Magda. En el visor de novedades del Victorian Pride titilaban las coordenadas del Centro de Emergencia de Midvale. “Suertuda” pensó el comandante. ¿Cómo puedo ayudar?”- preguntó desesperado Jean Baptiste. “Allí debajo del horizonte artificial hay una perilla de color rojo, actívala”- respondió el comandante. Jean Baptiste activó la perilla y la cabina se iluminó de un color rojo simbolizando la emergencia. ¡Voy por ayuda!”- gritó J.B. Cuando se dirigía a salir tomó de su bolsillo interno un dispositivo, digitó unos números y se marchó hacia el pasillo a los gritos.

El comandante del Victorian Pride, Matthew Verkley, se reportó al Complejo de Urgencias y comunicó un pedido de asistencia inmediata para un tripulante. Al cortar la comunicación comenzaron a fallar las lecturas de altura y velocidad. Jean Baptiste había logrado comunicarse con el comisario de a bordo y le habían permitido tomar el express wagon, un planeador pequeño que realizaba las escalas de poco personal.

Con Jean Baptiste lejos de la escena, la incertidumbre recorrió el pasaje del Victorian Pride ¡¿Qué demonios pasa, nada funciona aquí?! - preguntó furioso el comandante Verkley. Avisa al centro, ¡vamos directo en picada hacia ellos! – replicó el copiloto, George Lisdam.

El Victorian Pride efectivamente había sucumbido ante la desorientación y la tecnología darwiniana. Su último vuelo recogió unos 450 cadáveres entre pasaje e inocentes en el Centro de Emergencias.


11: A los pies de Dumas

El sonido polifónico del celular avivó los estímulos de Franz despertándolo del letargo. La voz nerviosa de su emisor asimiló en su cuerpo un efecto vivificante que lo condujo a Ariana en abreviados minutos. En ese trayecto de gnosis desesperante, vislumbró la hostilidad pasajera que descansaba en cada esquina y concientizó a su perspectiva, la realidad dictaminaba odio y resentimiento. Una épica batalla tendría lugar sin importar las voluntades pacifistas.

Cuando arribó al Tara, lo absorto se coló en el sentimiento generalizado y las miradas ávidas de respuestas se cruzaban insatisfechas. Perdido en un rincón del salón y casi dialogando con sus ojos, Víctor afirmó con un movimiento de cabeza a Rengrüd, su lugarteniente. Llamó la atención de los presentes resonando su puño contra la mesa. –“¡Inaceptable!”-. Los presentes sintieron erizar sus cabellos y su piel casi escarcharse. Víctor corporeizó la ira contenida de aquellos minutos que albergaron la noticia y sentenció la salida que nadie esperaba. El galopar legionario distrajo mi horizonte triunfal y aquellas fuerzas que creíamos nunca deber enfrentar hoy son sangre hervida recorriendo secretamente los pasajes de Metrópolis. Lo oculto era la forma más dúctil de alcanzarlo todo pero hoy lo perdimos, ¡ahora somos armas a ojos vista y milenarios ejercicios del poder han sido deshonrados!” El terror que inspiraba Víctor corroía el mismísimo hormigón armado que se ocultaba tras el mármol.

El viejo Saab de Franz tropezó con un Opel rural. Tras el sucio vidrio se podía avistar a Michael algo sorprendido por la dura y fría expresión de Franz. Intentó mover sus brazos en señal de saludo pero la respuesta fue un Franz acelerando y desapareciendo tras el polvo fétido de las ruinas citadinas. Michael intentó comprender este nuevo perfil conductivo lamentando su ignorancia. Desde la caída del novicio Gabriel, las calles de Metrópolis eran refugio de vientos vengativos e intolerantes. En cada calle podía percibirse la discordia común y pequeñas riñas generalizaban el estado de ánimo. Los viejos bares y fondas que lindaban las fronteras entre hangares eran cuna de duelos verbales y amenazas que se perpetuaban con los días. La contienda se sentía irremediable y se sabía que no había ánimos de comunión, el hambre y las pocas medicinas hacían sentir el rigor de la posguerra. Hay veces donde el hombre no sabe que hacer con su paz pues ella es extraña en su cuerpo; hay veces que el sentimiento de soledad avasalla al conjunto y la depresión parece ser una droga confesa que alimenta la humanidad del hombre. Esa necesidad de querer infringir dolor a su propia materia desoyendo la voz natural. Metrópolis era eso y mucho más.

Tras la muerte de Olaf, 4 días de revuelta sacudieron la escena política: Víctor comunicó al jefe del Partido, el Ministro Angus Mahatti, que en la próxima reunión de gabinete anuncie formalmente la guerra entre Metrodale y Midvale por los recientes asesinatos de la Orden de San Dumas. Por supuesto, Midvale descartaría de inmediato su vinculación con la Orden pero Víctor tendría su guerra como fuere. El 28 de Mayo el parlamento reunió a los principales líderes políticos y Angus Mahatti declaró la guerra ante la mirada absorta de los miembros del gabinete. Sin más que decir, y tan sólo 5 minutos después de iniciada la reunión, la comitiva metrodaleana se retiró del recinto.

Con la gente colmando la calle, los periódicos volaron de sus imprentas y el Daily Planet no fue la excepción. Como era de esperar, todo fue caos desbordando a la ya inestable fuerza de policía que a esta altura no tenía conciencia de sí por lo que el desorden se multiplicaba. Llegada la noche las ciudades eran una postal del conflicto; trincheras improvisadas, murallas de maderos y un hollín polvoriento privando el oxígeno.

Durante el torbellino social, minutos después de pasado el mediodía, como si el sol anunciara en su cenit el momento idóneo para iluminar tamaña entrada, Metrópolis receptó a los legionarios de Juvhad. Ingresaron por el norte y su tronador paso desfiguró el basamento terrestre negando la vida floral por siempre. Radicaba en el galopar de los guerreros un veneno etéreo, un soplo fatídico que albergaba el pesar por donde pasaba. Las armaduras cromadas proyectaban y rebotaban el calor del febo ardiendo el horizonte y sus confines. Los vecinos del umbral vislumbraban su paso con reverencia y temor. Todos aquellos que escondieron su oído a la palabra de Juvhad encontraron la muerte.

Marian, líder alado, colectaba genética foránea con su espada y marcaba los hogares herejes. Sus colegas eran valkirias de otro signo: no recolectaban a ningún héroe. Los hacían para sus enemigos. Los jenízaros y la liga Qumram no se quedaban atrás. La crueldad redobló la apuesta de las páginas negras que la historia busca encubrir. Las aguas del West River se levantaron y bañaron los campos de rojo homenajeando al Jerusalén de 1099. Se acercaban.

Tras el escarmiento inicial en el salón Tara, Víctor ordenó una contraofensiva descomunal trasladando miles de hombres hacia las fronteras. El propio Rengrüd encabezaba la Wolffen-Staffel, orgullo legendario de los Lobos. La WS estaba equipada con un Trider, un proyecto secreto que llevó a cabo la unidad paramilitar de laboratorios Castlewood hace unos años. El Trider era un cañón de fotones motorizado probado con éxito durante las últimas batallas de la gran guerra pero finalmente vedado. Tan solo la línea de caballería estaba compuesta por 500 Mechas de 30 metros de altura. Titanes de compuestos y aleaciones dotados de 2 cañones de 914mm.

En New Troy, sede del parlamento, la situación había decidido renovarse y olvidar la avenencia. Ese mismo 28 de mayo el parlamento se disolvió con ribetes de violencia en el viejo edificio. Los motines dieron paso a la escoria social y al saqueo. La propiedad cuestionaba su feudo y la comunión, que tácita agonizaba, saludó a los dioses malvados.


12: Despertar

Bajo una topografía dañada, con cráteres renovados e imitaciones mecánicas de truenos, los pasos de cientos de Mechas comenzaron a sonorizar los límites de la gran ciudad. El exilio fue la sensata decisión de muchos que no querían o podían entender lo que en derredor era realidad. La Familia Batson recogía triste sus últimos trastos y enseres para encaminarse hacia el oeste, hacia Coast City. Donde, según los rumores, una nueva luz se cernía sobre el horizonte.

Marcus, el menor de los Batson, se resignaba a dejar su hogar. Lo sabía imperfecto, pero allí creció. Contemplaba sus cuadras deshechas, los maderos crujir de vejez, el óxido pintándolo todo. Vivian en la frontera entre Metrodale y Midvale, un lugar desprestigiado donde una pequeña comunidad aun recordaba con sonrisas las aventuras de sus campeones. Eran la gracia del área; la risa macabra que otrora escuchara el Señor de la Noche y motivara sus inagotables conquistas del crimen. Eran los sectarios de un juego mayor, el juego preferido de una policía corrupta para quienes personas como Marcus eran deshechos exóticos.

Parias de una realidad yuxtapuesta en sí misma, los huérfanos de aquellos milagros de entonces no tenían ni siquiera ya metahumanos para enarbolar como bandera. Lo habían perdido todo. No eran ni premio para Darwin, no eran sujetos para los Lobos ni pares para La Orden. Eran los hombres que la humanidad había olvidado.

Su medio eran callejones sin salida, rotondas interminables. Vivencias circulares que se cernían sobre el desgano. Eran Pasado, nunca Presente. Marcus caminaba en su sopor, volando por las nubes que su imaginación manufacturaba. Era la válvula que distendía la presión. Ser todo aquello que le habían contado. Porque definitivamente no era la Metrópolis brillante de la que tanto había escuchado, con el globo del Daily Planet como faro redentor. Con la alegría de saberse cuidado, dignificado. Acompañado. Era el infierno creado para necesitar el objetivo ajeno. La cabal muestra de humanidad despojada de toda buena intención. Una muestra gratis de la condición humana.

Y los Batson cayeron de rodillas. No era la carga de sus escasos efectos personales, era el peso de la sinrazón. Y Marcus estalló en un llanto incontenible y su tristeza se hizo inabrazable. No lo conoció pero lo extrañaba más que nadie.

Las lágrimas de Marcus colapsaban en el piso con la potencia de 100 bombas H en sus oídos. Ese dolor era más fuerte que Kal-El, quizás lo único más fuerte que él.

Le había tomado una semana arribar a las puertas de la Pared, la frontera del universo, con la Fuente esperándolo una vez más. Pero esta vez sería para consolarlo. Había callado los gritos de Darkseid, cegado las luces de Brainiac y encarcelado a Luthor pero aun así los tormentos lo perseguían y en el camino a la Pared desoyó todo. Aun las voces desesperadas de los universos conocidos le fueron insignificantes. Bordeaba la locura y comenzaba a torturar su conciencia recordando a Bizarro. ¿Acaso era eso lo que le esperaba, una versión patética de si mismo negando la realidad? Como fuera, estaba agotado hasta de reflexionar sobre esa chance. Paseaba por la Pared tocando literalmente los destinos de los mundos, una pared hecha con dioses y entidades poderosas. Y el pensamiento de ser un ladrillo allí, en el ocaso del universo, lo incomodaba. Pero la Fuente no tenía planes para él porque había, hace rato, sobrepasado todas sus expectativas. No podía esperar nada más de él.

Pero, entre el silencio sepulcral del vacío, el llanto de Marcus lo envolvía todo. Y así, Kal-El ya no supo si era lo que él entendía de si mismo o lo que otro necesitaba que fuera. No sabía explicarse. Su existencia era una duda de un cuestionamiento. Y no lo soportó más. Estaba fatigado de negarse. Ya no le quedaba otra cosa de la que cansarse. Se había reinventado. Marcus lo había salvado. Tenía que retribuirle la vida.

Y de entre los laberintos galácticos, el enmarañaje celeste y el silencio profundo, volvió y su vuelo violento encandiló los cielos eternos generando una estela con planetas enamorados de su gravedad. Y los universos contiguos se congelaron de estupefacción y la Fuente le permitió rehacerlo todo de vuelta.


13: Round tras Round

Con la hostilidad desplegada sobre el mantel, los héroes debían elevar la vara. La fiebre de pertenecer a algo más grande ahora era pandemia y la individualidad de cada ciudadano fue regalada a sus titanes para su custodia. El temor de no ser más se disfrazó de Fe y Metrópolis selló su destino.

Pedro recolectó uno por uno sus lamentos por negar la vida a un niño y los guardó en el olvido. Eso no era un niño, era un agente de todo lo que es malo en su vida; holografías que Los Lobos plantaban en su psiquis y la de los suyos para conducirse mal, pecaminosamente. Pasó las horas escondido en los altillos de Midvale multiplicando los verbos para su Spencer VT 3, balas de aleaciones únicas que la Orden le proveyó, y cuando culminó fue directo al centro neurálgico de Metrodale. Su Spencer tenía un discurso que dar.

Franz también tenía su nueva misión. Encomendado a ser el ultimátum de la batalla recibió un sobre nuevo, pleno de palabras que le endulzaron la consciencia. Para ello, aquellos del Tara le regalaron un nuevo vehículo. El lo denominó El Pisar de Hades: eran miles de toneladas de hierro pensadas para infligir dolor, millones de engranajes capaces de generar energías que avergonzarían a los integrantes del Proyecto Manhattan. Un monstruo mecánico de 30 metros de largo y 60 metros de alto dotado de armas increíbles.

Surcando en la altura de las edificaciones, caminando por la privacidad de sus sombras, Pedro acortaba distancias con velocidad y los contornos de Metrodale se visualizaban con notoria claridad. Y allí las vio. El parque central albergaba orgulloso las academias de arte galardonadas, hoy atiborradas de hombres y mujeres que se paseaban por sus baldosas en busca de atajo a rutas más seguras. Pedro encontró un método seguro hacia el piso y presentó su rifle en sociedad. Frente a él sólo 2 niños se percataron de la presencia del Spencer VT3 y sonrieron ingenuamente con sus ojos imantados al arma como una golosina nueva. Se cuadró y apuntó a un hombre bastante corpulento de un metro ochenta aproximadamente. Disparó su rifle y la bala penetró directo en su corazón abriendo su pecho de par en par y empujando al hombre un metro y medio hacia atrás sin por ello detenerse: continuó angurrienta su trayectoria para encontrar el cerebro de una mujer cansina y maltrecha que reposó sin acusar recibo el peso del cuerpo en uno de los históricos atriles de dibujo del parque. El tronar del rifle despertó los sentidos del colectivo humano allí presente y una estampida colosal tomó lugar golpeando el suelo de tal forma que una avalancha en los Himalayas se sonrojaría. Pedro sólo se limitó a apretar el gatillo para sentenciar la retórica elegida en la boca de su ladero. Uno a uno fueron cayendo los objetivos, los condenados por su soberbia que multiplicaron la voz del Único e hicieron de ella un coro de burlas. Todos ellos serían los puntos y comas en la oración que dictaba su rifle. Sería una gran novela pensó Pedro. Sería un evangelio.

Franz se acomodó en la cabina de su nuevo juguete. Una jaula de titanio y kevlar lo preservaba de la ambición y la puntería de la Orden. Tomó los comandos y se erigió por sobre la visión de los hombres y las bestias. Sólo había sur en su mirada y aquellos abajo que bramaban con avivado pasmo se transformaron en cuantiosos insectos contaminando su visión. Se observó frenético, lleno de un magma surcando sus venas codiciando sangre ajena. Y aceleró. En los siguientes 200 metros su monstruo mecánico alisó la superficie capturando las distancias entre nuestra tierra y la soñada perfecta esfera que la mente proyecta. Sin aun entenderlo en totalidad, Franz comenzó a pulsar los botones como un entusiasta infante que intenta comprender su nuevo presente navideño y la tecnología de la guerra se esmeró en despertar admiración: de los laterales del Pisar de Hades se esgrimieron cual pretorianos infinitos cañones gatling bañados en cobre y oro. Su accionar generó tanta cantidad de balas que el oxígeno presente en Midvale sumó un nuevo componente y el índice de cáncer por plomo simplemente destruyó las estadísticas. Los cráteres formados en los adoquines de las calles ganaban en tamaño y fracasaban en escudar aun a los insectos. Nada ni nadie quedaba absuelto del dictamen de las balas y los índices de mortalidad escalaban en kilometraje. Extasiado, Franz cesó el ataque para contemplar su faena. Era un comienzo auspicioso; una partida digna en la carrera del dominio.


14: A Toda Marcha

Antoine traía malas nuevas. Las noticias arribadas habían dejado exhorto a William. Jamás había esperado de sus adversarios tamaña exhibición de poder y semejante desconocimiento lo humilló. Jean Baptiste, cigarro en mano, tomó una cinta de video y la colocó en el proyector. “Este es nuestro hombre” dijo contemplando a William. “Su nombre es Pedro, un viejo santapriscense con una puntería condenadamente excepcional” continuó Jean Baptiste. “¿Tenemos alguna brecha?” preguntó Teodoro. “Si, está completamente loco. Es muy bueno pero fue fácil identificarlo; no es un ninja precisamente. Es perfectamente moldeable; un poco de presión y volverá al rebaño. Necesitaremos de tus encantos esta vez Louis”. “Soy su siervo, señor” replicó irónicamente Louis.

Louis era lo que puede denominarse como la evolución de los cefalópodos. Su capacidad de transformación y camuflaje podía inmiscuirlo en las regiones mas guarecidas del planeta; de proponérselo podía mezclarse entre la comunidad albina de la Antártida. Sus indicativos fueron precisos y, aunque osados, eran lo significativamente necesarios para llevarse a cabo al pie de la letra. Le tardó 20 minutos llegar hasta el centro neurálgico de Metrodale. Tuvo que prescindir de su amada Triumph Royal Gem, una belleza motorizada de ciclos perfectos cuyo corazón sonaba como una tormenta en el Valhala. Vestía raro para esos parajes, saco largo verde con lazos dorados y charreteras abultadas que decoraban los hombros color marrón. Su cara acompañaba la fachada luciendo bigotes tupidos y una tez caribeña camuflaba su dermis. Pedro, aun sudando por la actividad física de aquel día, observaba el oeste viendo el sol ponerse detrás de las figuras que se amontonaban en el parque. El polvo generado por las corridas dificultaba su visión pero una silueta se dibujaba allí. La veía acercarse con paso marcial y con la mira del Spencer esclareció el panorama. Dudó un segundo y miró nuevamente. “¿La Guardia, aquí en Metrodale?” se cuestionó Pedro. Disparó una vez a unos 2 metros de la silueta, como advertencia, que inmutable prosiguió su caminar. A unos 20 metros la silueta alzó su mano ensayando un saludo y exclamó en perfecto dialecto santapriscense su identidad “Lugarteniente Medina de la Honorable Guardia de Santa Prisca reportándose”. “¿Es esto una horrible broma?” Preguntó Pedro, “En absoluto; no está solo soldado. La Orden ha sido buena con nosotros” contestó Medina. “Pero UD está a 12 mil kilómetros de casa Lugarteniente, no comprendo” se sinceró Pedro; “Las viejas alianzas no se pierden soldado, y las guerras nos acercan cuando menos uno lo espera. Estas son sus nuevas instrucciones. No dude, NO DUDE” ordenó Medina. Pedro tomó vacilante el sobre y observó a Louis perderse en el frente.

Todo en esa carta le recordaba a su hogar. El aroma del mar caribeño se desprendía de la hoja elegantemente manuscrita, como la tradición marcial santapriscense dictaba. Repasó cada letra ahogado en una nostalgia adictiva y cuando terminó debió releerla porque sus pensamientos corrían mareados por los caminos del recuerdo. Y la segunda lectura no fue agradable. Las palabras allí escritas no podían ser reales; la misión allí encomendada no era propia de un agente de Juvhad ni del más inmoral ser de su isla natal. Pero era una misiva de la Guardia, cómo ignorarla, cómo rechazarla. ¿Ésto era el plan del Único?

Pedro se persignó y conspiró contra todo lo que creía, pero todo en lo que él creía ahora conspiraba por escrito contra su consciencia. No sabía cómo ganarle a eso. “Juvhad es Enorme, y dolorosamente perfecto” sentenció Pedro que apresurado y nervioso tomó los controles de un Bentley AirRider, un cómodo vehículo de propiedades aerostáticas e impresionante velocidad. Ganó en altura y se perdió entre las nubes a la conquista de los medios para sus fines.

Aterrizó precavido en las afueras del galpón encubierto por la noche acaecida y los elementos de supresión sonoros que el Bentley garantizaba. Su Spencer tenía pocas palabras y si no se tiene nada inteligente que decir, mejor callar pensó Pedro. Pues bien, la voz del rifle en los dos guardias que patrullaban el galpón no rozaba ni de cerca la definición de inteligencia y completamente alienado por la adrenalina fue por ellos. El primero, un hombre de unos 50 años y cabellos canosos, un policía retirado que luchaba contra la jubilación prematura de Metrodale, recorría el perímetro silbando una antigua melodía markoviana, la canción de la Casa de Brion. El peso de su cuerpo quebraba las raíces que se erigían por sobre las veredas heridas de posguerra y sus pasos acompañaban cual percusión la línea melódica de sus labios. Pedro iba determinado a contribuir al silencio esgrimiendo su cuchillo y lo encontró apenas unos metros detrás de la esquina segundos antes de que el otro guardia entrara en contacto visual. Con rapidez tapó la boca del guardia y el cuchillo entró secó por debajo del brazo derecho haciéndolo girar con fuerza sobre su eje para potenciar el daño. Lo dejó caer lentamente acompañando el peso del cuerpo mientras Pedro ensayaba una melodía silbada. Dejó morir 5 segundos y fue a la caza del segundo escollo a quien encontró de frente. Cruzaron sus miradas por un instante; el segundo fatal en el que el guardia reacciona ante el novedoso escenario y dubita sobre cómo accionar su cuerpo. Pedro fue pulsión pura y arrojó el cuchillo con precisión asiática. La hoja entró por el lagrimal izquierdo cortando los nervios ópticos y destruyendo la cornea para alojarse finalmente en el cerebro. Había entrado.


15: Adiós amigos

Todavía lejos (o tarde) en el espacio-tiempo, mientras Kal-El navegaba furioso por las corrientes del universo contemplando los paisajes de química creación y aquellos que cayeron en destrucción, una imagen frenó por nanosegundos su viaje cósmico. Los restos de Apokolips y Nuevo Génesis flotaban a su alrededor y el recuerdo de la maldad que allí residía lo encolerizó. Recordó con pesadumbre los ojos vidriosos de la Princesa Diana entregándose a la muerte a tan solo coordenadas de allí, dando su vida por él, su último y altivo amor, y llevarla cubierta de zafiros a los altares de Temiscira para ser recibido con honores por la Reina Hipólita y hasta reverenciado por el espíritu de los dioses. Se perdió en una fracción de melancolía y recordó también a los viejos aliados que perecieron en esa dignísima aventura de justicia. Vio en las llamas de los soles gemelos del sector 2098 la majestuosa sonrisa de J´onn J´onzz que como aurora eterna resplandecía brillante iluminando sus planetas consortes.

Pero sin dudas, la partida del Caballero de la Noche, su aliado más preciado, fue la que dañó profundamente su ser. Lo recordaba como si hubiera pasado ayer. Una noche fría de diciembre en el Robinson Park, el parque central de Gotham de 300 acres, una sucesión de explosiones había despertado de una anormal hibernación de paz a la ciudad. Batman acudió con furiosa celeridad navegando su Steam NightWing y visualizó de inmediato a las huestes de Arkham entregándose a la criminalidad con formidable apetito. Identificó entre medio de ellos a uno de los enemigos que jamás quería volverse a encontrar, Floyd Lawton: Deadshot. Lawton, un asesino de precisión clínica, objeto de la humillación del Caballero de la Noche, buscaba redimir su ego y tras varios años de encierro ansiaba la chance de bañar los periódicos del mundo con los glóbulos rojos de esa sombra vengativa.

El Steam NightWing entró en modo “Mist”, con el vapor cubriendo sus aristas, y sobrevoló por minutos la zona estudiando un ingreso sigiloso capaz de evadir la mirada de Deadshot. Descendió en la esquina sudeste y camuflado por su socia eterna, la noche, avanzó impetuosamente acabando con la resistencia de los delincuentes que se presentaban en el horizonte. Pero el eco de las explosiones viajó más allá de las fronteras de Gotham y Kal-El acudió sin dudarlo para auxiliar a su amigo. Llegó en un suspiro y con el soplo de su aliento levantó por los aires a un grupo de maleantes que buscaban con desesperación las ramas de los árboles para contener su indeseable viaje. Deadshot contempló sin sorpresa la obra del superhombre y emprendió una marcha a áreas más tranquilas. Se apostó sobre un banco y con su monóculo telescópico exploró el panorama buscando a su Némesis. Le bastó unos segundos para encontrarlo y verlo allí golpeando heroicamente a sus adversarios hasta dejarlos reducidos a un resoplido de misericordia. Casi como debatiendo con sus cavilaciones se tomó unos segundos y dio una orden a sus secuaces. Nunca había llegado a tanto pero la venganza no conoce de cuotas o descuentos. Miró a un cómplice y asintió con la cabeza confiriendo una orden tácita e inmoral. Valador, el cómplice, un pirómano soñador de avernos terrenales, pulsó el detonador. El click de escasos decibeles tronó en lo oídos de Kal-El que comprendió el horror futuro y salió disparado al Gotham Central, el hospital que vio nacer a Damian Wayne y tantos otros. La ignición inicial, aunque tímida y pequeña, fue suficiente para vencer la reacción del héroe. Lejos de allí, en el epicentro de la consumación proterva, Deadshot, desencajado de excitación, voló la tapa del cerebro del Caballero de la Noche con una bala de alínico cuyo ingreso triunfal fue el ojo derecho. Kal-El oiría entre la estruendosa explosión el percutor martillando y desencadenando un funeral inesperado. Fue tal su desconsuelo que, absorto por la noción, observó la bola de fuego emerger y golpear con su onda expansiva su humana alienidad. Su amigo, ladero y confidente, Bruce Wayne, había fenecido y con él la certeza de que una posibilidad de justicia, aun imperfecta, abandonaba Gotham.

El vuelo de Kal-El continuó y asediado por la tristeza aceleró irascible enderezando las curvas espacio-temporales para ponerlo a tiro de nuestra atmosfera. El fin se acercaba.


16: Cronometrados

Moviéndose capturado aun por la duda, Pedro buscaba las sombras que escoltaran su presencia guareciéndose de la atención. El galpón, una sencilla construcción de los años de preguerra, medía unos 600 metros cuadrados. Afortunadamente para su cometido, un diagrama holográfico del mismo en formato nanotecnológico acompañaba el sobre de La Guardia. Pedro debía recorrer un sendero muy preciso hasta una puerta secreta en la sección noreste vigilada celosamente por un soldado de dimensiones salvajes. Todo el recinto servía de almacenaje para las reservas alimentarias y medicinales de Metrodale y un sinfín de cajas se erigían diseñando pasillos angostos. A eso se le sumaba el engranaje pergeñado para efectivizar la logística y la organización de la multiplicidad de elementos que llenaban el lugar. El cliqueo constante de la maquinaria allí presente y el vapor circundante alejaban a cualquiera ajeno a dicha realidad. Pedro debía cronometrar sus movimientos si quería evadir a los obreros y a los vigías que, casi mecánicamente, recorrían los pasillos con perfecta sincronización. Cuando avistó al primero de ellos dar la vuelta salió disparado en su dirección hasta encontrar en la pila de cajas un momento de resguardo. Sigilosamente pudo sortear la curiosidad de todos hasta llegar a escasos metros del soldado que celaba la puerta secreta. Contempló sus alrededores y con sorprendentes cualidades felinas pudo trepar hasta unas vigas de escaso grosor. Se posicionó justo encima del enorme centinela y dejó caer un luthor frente a sus narices. El brillo de aquella moneda despertó el merodeo en sus ojos y se agachó para hacerse de ella mientras Pedro aterrizaba con una daga que perforaría su garganta y daba paso, cual río bravo, al torrente sanguíneo que bañaría los suelos.

Pedro tanteó con premura la pared hasta encontrar la irregularidad que delataba el mecanismo de ingreso. Se abrió ante él un pequeño pasillo con una escalera en su final. Se lanzó hacia ella y comenzó a bajar los cuantiosos peldaños con novedosa angustia. Varios metros por debajo de la superficie, el final de la escalera descubrió otro galpón; este, sin embargo, de dimensiones magníficas y lo que allí escondía despertaría del estupor a Pedro cambiándolo todo. Observando cada centímetro de aquella visión divisó las vedadas unidades mecanizadas Brentor-M y contenedores cilíndricos llenos de una substancia ya mítica en la consciencia de los habitantes de Metrópolis: las arenas movedizas del Pantano de la Muerte, el origen de Salomon Grundy. Allí se estaba manufacturando un áscar de no vivientes con los que Metrodale pondría bajo yugo a todos aquellos que se les enfrentara. La carta de La Guardia comenzaba a ganar sentido y las inmensas dudas que sometían la racionalidad de Pedro cayeron en el más grande olvido. Divisó a Henry Sepp, un conocido lobbista de los laboratorios Castlewood, dialogando con 3 hombres armados. Sabía que su misión una vez allí no le demandaría un ejercicio de clandestinidad importante, solo debía plantar la bomba…

Pedro tanteó su mochila sólo para confirmar la presencia del artefacto, buscando engañar su conciencia por última vez. Estudió el mismo por unos segundos y cercioró las conexiones; todo estaba en orden. Miró una vez más a Henry Sepp, un monstruo a la luz de sus ojos, y activó la bomba justo en las aristas de una formidable viga. Se armó de valor para perdonarse y abandonó el lugar. No había vuelta atrás, necesitaba la lejanía o sellaría su destino con el de todos allí.

Louis Lane, orgulloso miembro de Darwin, supervisó la operación desde el edificio lindante. Con su intercomunicador en mano reportó las noticias con notoria satisfacción: “Preparen sus gafas, hoy haremos noticias”.

Amanecía en Metrodale y una garúa tenue lo cubría todo. Todavía, en la frontera sur, intacta a los actos de los legionarios de Juvhad, había vida en ejercicio. Por encima de la cadencia industrial que organizaba la vida allí, se escuchaban las voces de los habitantes que desafiaban las malas nuevas intentando encarrilar sus financias vendiendo lo que sea o tomándolo del mismo modo. También, en ese desorden de violencia, el sentido de paz era velado por agentes de los Lobos que, de a poco, comenzaban a desplegar toda su maquinaria de guerra e intimidar las, no menores, manifestaciones de coraje y arrojo que la desesperación desataba.

Entre todo el descontrol, entre la confusión y el ruido propio de la situación, una sensación robó la atención de todos. Una vibración subterránea comenzó a disputar el equilibrio de los residentes de aquel confín sureño. Todas las discusiones preexistentes que vivificaban el ambiente murieron con aquel temblor. Un haz de luz se levantaba sobre el horizonte comunicando la superficie terrena con los cielos. La espada de Marian, el legado del Black Adam, se levantaba orgullosa buscando la sangre de los hijos de Markovia nuevamente. Metro a metro, y con voraz velocidad, los pasos de los legionarios mataban el herbaje a su camino y apagaba la luz de la tierra pisada. La Noche de Marian consumía el campo visual de los Lobos y la sangre derramada de los hijos caídos de Brion comenzaba a apestar el aire. La resistencia de Rengrüd y sus Mechas en la frontera fue en vano.

Por encima de todo, rigiendo las nubes, surcaba los cielos el Airship de Darwin. Invisible a los ojos gracias a su tecnología stealth, el coloso cromado era navegado por Teodoro Ferris y estudiaba las circunstancias en Metrodale. En el puente de mando lo acompañaban Jean Baptiste, Antoine y William.

“William, tenemos una anomalía en el radar. Se mueve rápido, demasiado rápido” indicó Antoine.

“Déjame ver eso, no es posible nada viaja tan rápido, esa cosa baja a match 60, solamente… maldición.” Se lamentó William.


17: El día del Juicio

Con el avance de los legionarios las comunicaciones se aceleraron adrenalíticamente y el éxtasis de Franz se disipó con la velocidad de un rayo. Salió de su inesperado shock homicida que contaminaba la cabina de su máquina y abrió los ojos a la nueva realidad. Metrodale, la tierra de su gente, lo necesitaba. Aceleró el Pesar de Hades con furia y niveló la superficie del tramo que lo separaba de su lugar en el mundo. Llegaría por detrás de las huestes de Marian determinado a emboscar a los victimarios de la legendaria Terra.

“¡William, William, reacciona!” gritaba Antoine sin poder comprender la momentánea parálisis de su líder. Los integrantes de Darwin contemplaron confundidos los instrumentos del Airship sin saber qué miraban… o qué esperar. “Tan solo nombra la marca en el radar como Kilo Lima Uno” sentenció William.

Debajo, en los dominios de la ira, reinaba la muerte. Marian devastaba las fuerzas markovianas con sus colegas mitológicos y las fuerzas de los Lobos caían con cuantiosa prisa. Mientras tanto, en el Salón Tara, Víctor se hacía eco de la caída de las Wolffen-Staffel y se vestía para parar la sangría. Se uniformó para la ocasión con su traje de guerra, un formidable warsuit lexoriano, un trofeo de guerra que vestiría con orgullo para recordar a los hijos de New Troy quién ostentaba el viejo estandarte de Lex Luthor. Emergió de la edificación a 200 km/h como un Hércules elevándose gracias a los nuevos propulsores cortesía de las industrias Queen y ganó la atención de todos.

Nuevamente enfocado a la imperante y desbordante realidad William cayó otra vez en la sorpresa: “¡El Warsuit! ¡¿Víctor Stone?! ”. La realidad no se detenía en el despliegue de cartas y todas eran valiosas. Víctor Stone, viejo maestro de William en los complejos universitarios S.T.A.R., era un viejo prodigio de Metrópolis y eminente lobbista de las industrias Queen ante el Parlamento. “Antoine, tiempo estimado para arribo de Kilo Lima Uno” exigió William, “¡inminente!” exclamó Antoine. “¡Lima Lima, echo uno sierra doce, abandona el nido ya!” gritó al micrófono con desesperación William intentando alertar a Louis. “¡sin vectores en sierra doce, confirma Whiskey!” consultó Louis. “¡Echo uno entrando rápido y caliente, vete de ahí Louis!” contestó Antoine. “Copiado, en camino al LZ” respondió Louis.

La entrada en la atmosfera terrestre a mach 60 formó una descomunal onda de choque que electrificó los cielos y generó un estampido sónico inigualable e ineludible para todo Metrópolis. Sin embargo, con majestuosidad inenarrable Kal-El aterrizó suave, como una pluma decantando en una alfombra de arena. En el centro de la ocasión, como epicentro del futuro y ante la mirada maravillada de todos, el mito, ahora viviente, alzó la voz: “BASTA”

La fascinación en derredor congeló la reacción de los habitantes de todo Metrópolis, pero la cara de aquellos próximos a Kal-El no tenía referencia, no existió jamás en la historia de la humanidad una configuración muscular que emulara aquel gesto que los hermanó a todos en aquel momento.

Franz Curry, a ya escasos kilómetros de la escena, vio desde el Pesar de Hades la entrada a la atmósfera y la luz de aquella lo cegó momentáneamente. La Orden había arrojado algún tipo de misil desde el espacio hacia su tierra, ¿Pero cómo? Más inaudito aun es que no sucedió nada después; ningún fulgor, ninguna explosión. Con ceño inalterable fijó las coordenadas al cuadrante donde las tropas de Marian ya se divisaban en el horizonte y descargó las primeras balas. Viajando a más de 1000 metros por segundo, los proyectiles únicos de la maquinaria bélica de los Lobos se dirigían con precisión a los blancos. Segundos después, los proyectiles se detonarían y una asombrosa bola de fuego se dibujaría frente a la mira holográfica de Franz que esgrimió una sonrisa victoriosa. Como si un agujero negro anulara los átomos de oxigeno presente y devorara su victoria., tan rápido como se gestó, el fuego desapareció. Y la sonrisa de Franz ya no era sonrisa.

“He dicho BASTA” sentenció Kal-El reposándose frente a Franz en una fracción de un yoctosegundo.

Contemplando el maravilloso cortometraje de acción expuesto a sus ojos, William se dirigió a sus pávidos hombres: “Esto es todo lo que alguna vez odié; cuánta verdad había en las palabras de Luthor. Creamos un monstruo. Antoine, quiero hablarle.” Sin musitar siquiera, Antoine presionó el interruptor y un corto pero potente ruido de interferencia emitido desde el Airship, que flotaba a 1000 metros de altura entre las nubes y el polvo bélico creado, cautivó los oídos abajo, en el tablero de guerra.

“¿Dónde están tus credenciales…. polizón? Preguntó socarronamente William. “Conozco esa voz, conozco esa insolencia” murmuró con rabia Víctor. “Esa coraza furtiva no te escuda ante mi juicio, y yo soy justicia allí donde se me necesite” replicó Kal-El mirando el cielo. “Oh pero créeme falsario, nadie te necesita aquí. Sólo los ciegos. Y los ojos llevan abiertos demasiado tiempo aquí para tu mala fortuna.” contestó William. “Toda la luz que crees ver aquí comienza a agonizar y no fui yo quien la mató” contestó Kal-El.

El tetranitrato de pentaerititrol encapsulado en la esquina sudeste del galpón a 200 metros bajo tierra finalmente culminó su tiempo vital. El ruido alcanzó los 160 decibeles ensordeciendo todo a su paso y la explosión desmaterializó un importante porcentaje del edificio y la onda expansiva terminó con las vidas de los habitantes de Metrodale en un radio de 5 kilómetros diezmando considerablemente las fuerzas marciales disputando el destino de Metrópolis. Los jenízaros, la Liga Qumram y la Guardia de Adam perecieron instantáneamente. Marian, herido de muerte reclamaba al espíritu de Isis una porción de suerte. El único linaje markoviano en pie era Víctor Stone y Franz Curry. Desde el Airship se podía observar con claridad los límites de la destrucción y la topografía teñida de sangre. Allí abajo se habían sepultado los restos de Louis que lo atestiguó todo sin posibilidad de escapar. Con el rostro lleno de hollín y ADN ajeno, las lagrimas de Ka-El se camuflaban pero su dolor no podía esconderse. Se dirigió hacia los cielos y reposó su ser por encima de una nube: “Muéstrate a todos y sal de tu cobarde anonimato” exigió Kal-El. El Airship comenzó a vislumbrarse por etapas desde la proa hasta la popa. “Con que allí estás, pequeño hijo de puta” dijo Víctor Stone reponiéndose lentamente entre los escombros y buscando reactivar los engranajes del warsuit. “Franz, ¿todavía sigues allí? Tengo un nuevo sobre para ti, hijo” Preguntó Víctor. “Esos bastardos tendrán que golpearme más duro para acabar conmigo, señor” contestó Franz. “Pues bien, enséñales lo que….” Esa frase nunca culminó. Isis fue generosa y Marian, invocando los poderes de Shazam y utilizando sus últimas fuerzas, voló con la velocidad de Mercurio y pudo satisfacer su destino fracturando el cráneo de Víctor de un golpe herculeano. “Ahógate en el Nun y besa la muerte. Aaru ¡espérame!” gritó con su postrero aliento Marian. Franz, en una incomoda y cercana lejanía, contempló la extinción de sus pares y los pilares de su cordura colapsaron como si las fuerzas de su héroe Geo-Force se hubieran desatado. “¡Noooooo!” exclamó Franz desatando todo el poder del Pesar de Hades sobre el horizonte disparándole a la nada, destruyendo todo lo que débilmente quedaba en pie. Toda su fuerza, aquella que lo había galardonado a los ojos de sus camaradas, expuesta en la tensión de cada uno de sus músculos, desgastaron el más importante y la presión desató un ictus hemorrágico fatal. Y así, el último markoviano languideció sobre la aliada tecnología del tablero.


18: El Resplandor

El AirRider de Pedro aterrizó sin inconvenientes en el techo de un viejo edificio de Midvale y con prisa descendió al encuentro de sus camaradas de la Orden ansioso de celebrar las buenas nuevas garantizadas por su obra. Se presentó en la habitación 8 del tercer piso donde se alojaban los Siervos de la Orden sobrevivientes y exaltado de felicidad se dirigió a Zuhair: “Está hecho, mi generoso Señor. He honrado los deseos de La Guardia. Las reservas de medicina, comida y los demenciales planes de Castlewood y los Lobos han desaparecido, ¡la batalla está ganada!”. “¿De qué Guardia hablas, imbécil? Toda la avanzada legionaria no existe más. Han detonado una bomba monstruosa y limpiado todo rastro de vida en Metrodale. ¡Los Lobos han matado a su propia dinastía, son unos dementes!” vociferó Zuhair. “Imposible señor, yo mismo he plantado la bomba y la carga explosiva era pequeña. La carta lo decía, Señor. ¡Estaba en la carta!” explicó Pedro. “¿Que tu hiciste qué? ¿Qué carta, qué Guardia? ¡Has aniquilado una ciudad!” reclamó Zuhair. El odio que emanaba de los ojos de Zuhair fulminaba a Pedro cuya alma comenzaba a acusar el golpe. Su mente viajaba nuevamente al pasado, a las calles hostiles donde la atención de sus vecinos se resguardaba ante su presencia. La infinita vergüenza tomó por la fuerza a su conciencia y designó que escapara de allí cuanto antes. Salió corriendo camino al AirRider empujando todo lo que estuviera en su camino. “¡Deténganlo!” exigió Zuhair. Pero Pedro no escapaba de ellos. Exigiendo con desmesura hasta el último músculo de su cuerpo llegó al AirRider y tomó aliento para sonreír. Lo abrazó con fuerza y auténtico cariño reclamándole el último verso de su obra. “Sálvame” sollozando le suplicó Pedro. El dedo índice ejerció la presión necesaria para vencer la resistencia del gatillo y el Spencer VT3 firmó su obra. Pedro el Silencioso callaría para siempre.


Desde la cabina del Airship se podía vislumbrar la magnética presencia de Kal-El flotando sobre las nubes. Teodoro, Jean Baptiste y Antoine no terminaban de comprender lo que atestiguaban. William, en tanto, se erigía solemne y desafiante regalándole a Kal-El una mueca de asco y gracia.

“¿Es que acaso la muerte te regocija? ¿Qué clase de barbarie te abraza?” preguntó Kal-El. “¿Barbarie? Amigo mío, lo que aquí abajo se desata es el incontenible destino. Tu moralina de granjero cósmico nada tiene que hacer en esta eventualidad. Y si mal no recuerdo, el que huyó al olvido fuiste tú. No te atrevas a hablarme de cobardía.” replicó William. “Yo no huí. Ustedes me echaron. Ustedes y su determinación para claudicar, para abandonar las más nobles de sus aspiraciones de grandeza. Yo no rompí jamás mi promesa. Ustedes ni siquiera la formularon. Cada vez que ayudé a reestablecer sus sueños me hicieron a un lado; me relegaron a ser una circunstancia; una y otra vez” se justificó Kal-El. “Estás cegado de popularidad alienígena. Ningún sueño nuestro te incluye. Siempre has sido una circunstancia, una pesadillesca circunstancia que tú estableciste como constante gracias al rebaño que te creó. Nosotros éramos antes de ti y seremos aun cuando no estés entre nosotros. ¡Bájate de tu pedestal de barro, polizón!” sostuvo William. “Mírate un poco, sentado en tu trono de soberbia, separando a tus pares como si alguno de ellos tuviera la autoridad de decidir por el resto y elevarte sobre ellos. Personificas todo lo que la injusticia significa” argumentó Kal-El. “No nos entiendes, nunca lo hiciste. Nadie me ha elegido y nadie necesita hacerlo. Yo mismo me he postulado cada segundo de mi vida sobre el resto. Yo cumplo mi promesa todos los días. Y eso es lo más justo que alguna vez hayas escuchado jamás. Tu impresión sobre nuestra condición te ha confundido por completo, polizón. Este Sol podrá convertirte en un dios entre nosotros pero sólo para aquellos que así lo decidan. Todo depende de nosotros, siempre ha sido así.” contestó William. “Así es William, todo depende de nosotros, los humanos. Y no, no soy un polizón; soy tan hijo de esta especie como tu. Porque como has dicho, esa fue mi elección. Y yo sigo eligiendo.” sentenció Kal-El incinerando el Airship con el fuego de su mirada resplandeciendo los cielos terrestres.

La luz del evento se filtró por el agrietado concreto del viejo bunker. Marcus Batson, cobijado por la total obscuridad de aquel refugio, levantó la mirada y las sombras comenzaron a delinear la presencia de sus padres y hermanos. Estaban vivos. Más vivos que nunca.


FIN

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