Estrellas Muertas
- Martín Rodríguez Ossés
- 1 ago 2011
- 43 Min. de lectura
Actualizado: 27 ene

1: Descreer
Clark respiró cansado después de restablecer la cordura. Le llevó un año conquistar aquellas circunstancias que pusieron de rodillas a sus pares. Pero él nunca se rindió. Se enfrentó con bestias vivas y mecanizadas, con las mayores expresiones de inteligencia de sus contrincantes. Pero él venció. Fue elevado hacia el límite de sus capacidades, herido como nunca y subvalorado. Y, sin embargo, él prevaleció.
En su respiración descansaba la serenidad de mareas dormidas. Había conquistado la paz y reposaba orgulloso. Pero la alegría de su victoria más grande lo había aplastado. Sus pensamientos se viciaron con la incertidumbre del futuro y se despidió una vez más, a las sombras del conocimiento humano.
La tierra se organizó, nuevamente, pesimista y doblegada. Lo cotidiano reinó como otrora. Pero el ser humano, su atavismo. Era incluso más fuerte que él, y las voluntades de aquellos líderes que sobrevivieron al Apocalipsis lo retaron nuevamente. Sin embargo, esta vez y para sorpresa de todos, él no volvió. Estaba harto, confundido, desencantado. ¿Por qué lo hacían? ¿Por qué la ingratitud? ¿Por qué darle la espalda a su esfuerzo?
Y entonces, llorando sin antecedentes, huyó. Se escapó de su alegría y la tristeza gobernó sus sentidos. Partió sin rumbo hacia donde nunca había ido, furioso. Su velocidad dejó a un maratón de púlsares como si fueran caracoles heridos destruyendo el espacio-tiempo a su alrededor.
Y la larga noche del último hijo se inició; orfanándolo todo.
2: Metrópolis
Las bacterias y la fetidez anegaron los sentidos de un cementerio gélido, nostálgico de su pasado glorioso. Ese cementerio era la bellísima Metrópolis, hoy reducida a escombros. Ese año, 1884, encontró a sus habitantes ávidos de provisiones y nuevos anhelos. Tras la Gran Guerra, la ciudad había perdido su identidad. Atrás habían quedado las noches de cólera y turbación, con el sonido de las bombas y los relámpagos que iluminaban un cielo muy ajeno al que estaban acostumbrados.
Franz Curry, un veterano markoviano de 33 años, olía detenidamente el pasto, o lo que quedaba de él. Había en esos trazos de naturaleza reminiscencias de juegos que en su infancia abundaban. Ahora, con una madurez que nunca buscó, observaba las grietas del pavimento imaginando historias.
Caía la noche y el frío se vestía de enemigo una vez más. El viento helado lo hería todo. Franz regresó sus pasos para entrar a su morada y cenar, si así se le podía llamar: semillas y roedores comprados con los devaluados luthors que pudo juntar vendiendo miscelánea en el mercado negro.
En la vieja Metrodale, en los confines sureños del suburbio metropolitano, Franz cultivó las creencias inculcadas por sus padres nativos de Markovia, Hans y Catarina. Ya de pequeño su fe era grande; estaba seducido por las fantásticas historias que su padre le narraba. Aquellas fantásticas historias del gran héroe Geo-Force le iluminaban los ojos. Por el momento, esas historias bastaban.
Pero la salud de su madre complicó todo. Blonda y hermosa parecía desconsolada, rendida. Su blanca piel se azulaba. Franz sabía que no podía involucrarse pero esa imagen de Catarina lo movilizaba. Había una razón para su salud, para su silencio. Pero Franz insistió. Fue así que el secreto de Los Lobos le fue finalmente develado: su padre Hans era socio fundador de una organización ocultista nacida en los últimos días de la Gran Guerra cuyo fin era la salvaguardia y la conservación de los mitos y dogmas markovianos. Pero esa custodia elegía cualquier manera, cualquier modo; modos que su madre no soportó.
Franz, instintivamente, huyó de ahí. Tomó la ruta lindante a su casa con prisa para encontrar un refugio, un lugar donde pensar, rezar. Lo que sea para comprender; lo que acababa de digerir era filoso y nocivo. Requería de valentía. Pasaron horas de desconcierto e histeria hasta que regresó sobre sus pasos y también se rindió: era hijo de Franz, era markoviano y no había nada más que eso en su vida, para su vida.
Al amanecer, Franz emprendió viaje de vuelta hacia las ruinas de la ciudad, el lugar que alguna vez fue civilización, urbe y vanguardia. Tomó su proto-ciclonia y aceleró al máximo dejando atrás los efluvios y hedores propios de los suburbios solo para alcanzar los citadinos. Trece años de entierros programados habían hecho lo suyo. Pero para aquellos que han permanecido de pie tras la Gran Guerra del ‘65, eso, honestamente, no era nada.
Mientras Franz recorría el área podía claramente diferenciar los grupos: los que creían en muchos, los que creían en uno y los que no creían en nadie. Cada grupo había tomado posesión en la apaleada Metrópolis. Construidos por aquellos maderos y tecnología residual que la guerra había indultado se elevaban enormes hangares vinculados políticamente por un parlamento común. Al sur se encontraba Metrodale, el lugar donde Franz y los inmigrantes markovianos pertenecían. Al norte, este y oeste, extendiéndose sobre la enormidad de Metrópolis se levantaba Midvale, la ciudad luz donde los herederos de la palabra de Dios, y viejos habitantes de la extinta Gotham, se confabulaban para buscar perdón en el alma inmortal de lo que juntos decidieron en llamar Juvhad. Finalmente, en el valle, descansado entre las murallas, se hallaba New Troy, una tertulia gigante llena de aquellos que ensordecieron ante el grito de Juvhad; muchos de ellos jóvenes de fortuna que retornaron del exilio para reconstruir su amada Metrópolis.
Una frágil convivencia imperaba en la ciudad. La política se dirimía en un parlamento quebrado por representaciones sectarias que no cedían en sus intereses paralizando el progreso.
Rostros familiares había en aquellos lugares, muchos amigos, algunos enemigos, todos conocidos. Franz saludó cordialmente a Michael y a Heinrich, sus fieles compañeros, en quienes depositaba la más estricta confianza. Ellos eran su espacio; confortable y ordenado. Si bien se respiraba un aire de cordialidad entre los habitantes de los tres mega-hangares, había un gusto raro en todo eso, como cuando uno degusta un sabor agridulce que primero gana las pupilas un sabor nacarado para dar paso a una efímera pero indudable amargura. Y aquella realidad que Franz tan costosamente digirió era la más atormentada muestra de ello.
3: Los Vecinos de Bane
El aire corrupto sabía a pólvora e irrumpía en las calles. Durante la noche, en la concordia de Midvale se concilia el sueño a sabiendas que, quizás, aquel lugar era el único espacio de afonía que quedaba. Entre los que sedentaban en las alturas del viejo hangar, sobre un campanario camuflado por las nubes, descansaba Pedro el Silencioso. Pedro residía en el ámbito de lo onírico, en ideales que perfumaban sus mañanas y abrigaban sus noches.
Hacía ya más de treinta años que Pedro se había arraigado junto a la pequeña comunidad inmigrante de la isla caribeña de Santa Prisca dentro de Midvale; con ellos se crío y con ellos penó. Un viejo romance interrumpido por la tragedia acabó con su idilio y proyecto de vida y se cobijó en las fantasías juvhadeanas hambriento de sentido. Sus evangelios lo bañaron acabando con todo vestigio de racionalidad.
Huérfano tras la escalada bélica, Pedro intentó en vano socializar en tertulias o improvisados cafés. El rechazo lo empujó a otra sociedad: su rifle Spencer VT3 semi automático, su viejo ladero de batalla, “Goyo”. En lo alto de los campanarios, Pedro y Goyo eran centinelas, vigías de delitos y crímenes, de las sangrientas aventuras de la logia armada de La Orden Sagrada de San Dumas (o simplemente La Orden) que lo habían tentado conociendo sus talentos. Pero el asesinato era una herejía suprema. no era juvhadeano, o eso creía.
Allí en la altura las nubes eran eternas. Filtraban la luz del sol y divulgaban el atardecer en un matrimonio químico, un regalo de la naturaleza. Pero aquel lugar embriagó a Pedro de visiones horribles que lo impulsaron a la locura: cuerpos desfilando ropas extrañas, hablando en lenguas insoportables. El tiempo pasó y las visiones poco a poco se fueron mimetizando con la realidad. Aquellos pocos que supieron abrirle su corazón recularon despavoridos. Pedro solo comprendió que ahuyentaba monstruos y que aquello era bueno.
Así, a los ojos de Pedro las calles de Midvale eran caminos de felonía e infamia. Goyo comenzaba a enhebrar oraciones y la tentación de hablar era inmensa. Quizás era hora de desabotonar sus labios y acallar la pesadilla, pensó Pedro. Bajó del campanario perdiendo un juego macabro con su inconsciente. Mientras los transeúntes se hacían a un lado, él caminaba perdido buscando un aliado, una voz nueva, un diálogo. Caminó por horas y horas hasta abandonar la ciudad.
Decidió volver y el amanecer de Midvale zumbaba en sus oídos. Los rezos matutinos juvhadeanos machacaban, taladraban. Aún así, ingresó por los dañados portales con el ferviente deseo de encontrar una voz, un atisbo de paz. El silencio, las cabezas bajas y los susurros le dictaron la salida. Buscó hombros para sus lágrimas sin éxito. Goyo había encontrado las palabras para comenzar a hablar.
4: Los mejores de Luthor
Bajo la tutela de toda New Troy, William Harrington III caminaba magnánimo entre sus pares. Si las sinapsis conspiran decisiones, en William hay una inmutable erupción eléctrica: una mente tan brillante que derrumba ensayos milenarios en segundos. William creció huérfano. La muerte de sus abuelos derivó en la tutela de sus amigos. Una amistad que se volvió culto.
Como William, decenas de prodigios se agolpaban en los bares de New Troy, el oasis tecnológico de Metrópolis construido con las fortunas legadas por los antiguos hombres de poder. Sus hijos eran dandis en una tierra de hollín. Herederos de vestimentas, lenguas muertas y el capital para levantar máquinas asombrosas.
Los días en el valle eran templados, grises. No existía el calor ni el frío, aquel lugar parecía emancipado de la naturaleza. Los protegidos por dicho micro hábitat eran almas vagantes, mareadas por los perfumes de sus pobladores; buscadores de desafíos impulsados por la superación. Drogadictos del éxito y la conquista.
William era el mejor de ellos. O el peor. Ya a temprana edad se empapó de toda teología; se sirvió de ensayos y tesis milenarias heredadas por las exploraciones de sus antepasados, los científicos de la vieja Luthor Corporation. La biblioteca de New Troy, si bien estaba diezmada, todavía conservaba los escritos más valiosos. Metrodale y Midvale negocian desde antaño su recuperación.
William dominó todo. A tal punto que su hiper racionalidad lo enloqueció y persiguió la conquista de Metrópolis como restaurador de un pasado augusto. William, así como sus cinco camaradas de la Sociedad Darwin, conocían la existencia de los Lobos y la Orden. Empero, no conocían a todos sus integrantes y este anonimato resguardaba Metrópolis. Hacía ya cuatro meses que Darwin se dispuso a emprender una conquista a partir de sus recursos y de su ingenio.
5: El Heredero de Brion
Metrópolis transpiraba nerviosismo. El viejo reloj de la colina observaba desafiante a los pensamientos de sus habitantes atestiguando su decadencia. Ni Juvhad, ni los dioses poéticos, ni el cosmos que escribe en sus estrellas el destino ambiguo de los humanos detendría la condición humana.
Hans apartó a su hijo Franz de la pequeña habitación que hacía de comedor. Cinco minutos le bastaron para confirmar la decisión de su hijo. Tomaron un Saab color marfil y se dirigieron a un edificio conocido como el Volktagg y una vez allí se detuvieron tras un gran portón de roble. Padre e hijo ingresaron al salón Tara. Su presencia detuvo todo; las muecas congeladas reflejaron el asombro y un alivio conquistó el lugar. Víctor, el mayor y líder de los Lobos tomó la palabra dirigiéndose a Franz: —“El árbol cuyas raíces engendran vida, florece ante nosotros una vez más. Den la bienvenida al legítimo sucesor de Brion, los escritos no mienten, es Él.”— Hans no supo cómo asimilar semejante noticia pero le sonrío a su hijo. Víctor enunció las cuatro verdades del Gran Libro y Franz supo, ahí, en aquel momento, que su futuro era sublime, victorioso. Sus vivencias en las Operaciones Negras de la pasada guerra afinaron sus habilidades. Nada ni nadie podría dañarlo.
Un sobre cerrado con sello de sangre inauguró una noche de otoño. El novicio Gabriel era el sucesor natural que Midvale había bendecido. Franz le presentaría la muerte: En lo recóndito de la noche Gabriel se paseaba por los pasillos de Midvale purificando los errores de aquellos que supieron darle la espalda a Juvhad. Cargaba orgulloso sus accesorios de itrio. Alejándose de las pobladas sendas del hangar, Gabriel caminaba tiritando mientras el frío lastimaba. A los pocos metros, camuflado por la noche, Franz interpuso su cuerpo y en un movimiento marcial despedazó al juvhadeano con dos espadas Zweihänder. Los ojos que alguna vez cargaron en sus retinas imágenes de piedad, ahora se fundían en blanco. La brutalidad del movimiento fracturó decenas de huesos y el calor de la sangre que emanó de los labios de Gabriel creó un halo de humo que encubrió los pasos fugitivos de Franz. Los gritos de angustia sacudieron de pavor las paredes de Midvale ese amanecer.
6: El ascenso de Las Noches
La noticia recorrió con velocidad las aristas de la ciudad y la consternación ganó el ambiente. En las entrañas de Metrodale, en el corazón mismo del salón Tara, la satisfacción por el hecho consumado, por su brutalidad, dibujó la sonrisa de los Lobos. Las felicitaciones y la gratitud llenaron el lugar y las almas en aquel salón sintieron que voltearon mil años de muros levantados.
Bajo la sombra de un árbol, Franz estaba confundido; aquello no podía compararse a sus misiones encubiertas tras líneas enemigas, cuando Markovia llamaba a la defensa. Temblaba de la excitación y un momento de fe colérica le arrancó una carcajada llena de liberación; como si aquel acto de horas atrás dibujara en su conciencia una llave que abriera los brazos angelicales de Terra. A escasos metros de él, Michael y Heinrich se confesaban por lo bajo preocupaciones; pero se esfumaron en cuanto Franz los invitó a caminar con él. Los tres se perdieron entre la gente y se unieron al murmullo reinante.
La noche que murió el novicio Gabriel, Pedro rezaba desconsolado en los pies del monumento a los caídos. Su piel relucía por las gotas de transpiración que bañaban su cara y la soledad lo estaba torturando. Volviendo sobre sus pasos, Pedro fue al encuentro del bullicio. Cuando la noticia llegó a su cerebro pareció que despertara de una narcolepsia y un grito animal le nació de su garganta. Se juró encontrar al responsable, se juró venganza. No había espacio ya para el perdón porque el perdón es divino y lejos se entendía él de una deidad.
Alejándose de la verdad, cayó preso del desasosiego y una voz le inquietó el corazón; lo observó pávido y volviendo a los rastros de su infancia un hombre vino a sus memorias. Lo recordaba vívidamente; era la voz del arzobispo Miguel, viejo amigo de su padre. El viejo recorrió con su mirada el maltrecho cuerpo de Pedro. quien se dejó caer al suelo, desplomado como si la incomprensión le pesara toneladas. El arzobispo, levantando fraternalmente la pera de Pedro, tomó una bocanada de valor anunciando una sentencia: —“Mi querido Pedro, Ángeles alados perecerán como antesala del éxito juvhadeano. No ha de alarmarte la muerte porque tú ahora conoces los propósitos de Juvhad y su palabra reina en ti. Aquello que confecciones en el mañana llevará su signatura y sus consecuencias no deben acobardarte...”—. El arzobispo fue interrumpido por el golpe mortal de una veforeta -un vehículo bimotor liviano- fuera de control. El agudo quejido de los frenos se mezcló con el ruido de huesos que se astillaban violentamente. La espina dorsal se rompió en mil pedazos estacando los órganos. Pedro, estupefacto, rompió en llanto.
Tras el arribo de la ambulancia, el caos gobernaba el escenario. Pedro ensordeció al balbuceo plural y las palabras del arzobispo le rebotaban en sus canales auditivos. Tratando de encontrar sentido, rebobinaba sus recuerdos y no lograba atar cabos. Sólo podía pensar en el Kronosum Kaos: el soplo del diablo que desordenaba la paciencia del Único.
En la esquina, a pasos del incidente, William y Jean Baptiste disfrazados de operadores fumaban pasivamente sus cigarros, apoyados sobre las paredes de un café reconstruido. Una disimulada expresión de placidez transformaba sus facciones, signo del accionar Darwin: Minutos antes, Teodoro y Louis -sus camaradas- se perdían camuflados entre la multitud con destino al taller de la calle de la república, más precisamente la veforeta de Joaquín, uno de los aspirantes a novicio de Midvale. Al arribar al mismo dieron prisa a sus intenciones y manipularon el sistema de coordenadas del vehículo. El resto es historia. Antoine, el último miembro de Darwin, regresaba al café tras cronometrar el accidente desde otro punto cardinal.
Cuando Teodoro y Louis se anexaron a sus camaradas, William separó lentamente de sus labios el cigarrillo. Tomándose un segundo para panear con su vista el teatro de operaciones allí montado se dirigió al resto: —“Fue extraordinario. Sus caras... el aire contenido, sostenido por endebles alfileres... todos lo vieron...”— hacía una pausa para cruzar sus miradas con mujeres desfilantes —“... La cúpula de Midvale se reunirá en Asamblea en las próximas horas. Cinco del grupo de los Nueve estarían presentes allí. Con esta baja hubieran restado tan solo un par defunciones pero el asesinato de ese novicio impulsará un reemplazo. Antoine, tu investigarás qué pasó con ese imbécil, me temo que los Lobos hayan bautizado su fuego. Si es así, esto se volverá muy... muy entretenido”—.
7: Historias repetidas
Metrópolis se encaminaba a un nuevo crepúsculo. El viento silbaba impune entre los caminos y despertaba del hipnotismo a las hojas caídas. Franz buscaba calor en una taza de café cuyo aroma magnetizaba los sentidos de aquellos reducidos por el clima. Meditaba sobre las horas pasadas mientras jugaba con un nuevo sobre entre sus dedos. Sabía que esta nueva misión conllevaría una complejidad ausente hasta esos días por lo que destinó el resto de las horas a estudiar y repasar sus próximos movimientos. El ayatollah Medono y el rabino Polsky eran las máximas autoridades en Midvale en cuanto a revisionismo concierne; por ellos transitaba toda la información y se descontaba su conexión con La Orden Sagrada de San Dumas. Permanentemente compartían custodia de dos hombres de identidad desconocida de los que se rumoreaba eran ángeles.
Esa noche Franz se acostó algo ansioso, tenía los rostros grabados en un horizonte artificial, sus caras lo acompañaban en cada visión. Por la mañana organizó sus cosas y fue en busca de sus blancos quienes circulaban en un viejo vehículo Fiat R56 gris escoltados por otro color crema. Al avistarlos, los interceptó a un cuarto de kilómetro donde las calles se vuelven de tierra. Antes que Franz pudiera siquiera alterar la perspectiva de su mirada, los escoltas estaban ya a pocos metros envainando sables dorados. Sus ojos habían perdido su apariencia humana y un sonido leonino acompañaba su respiración, eran los “ángeles”, clones del villano conocido como Azrael.
Tras un segundo de perplejidad mutua, una de las criaturas se teletransportó desvaneciéndose ante la mirada de todos. Nanosegundos reapareció delante de Franz y cortó su mejilla. Un agudo dolor se hizo dueño de su realidad: parecía que la sangre que brotaba de él estuviera fundida con sal y el ardor se deslizaba por entre los músculos bucales erosionando los anticuerpos. Una leve variación en la mueca de la criatura despertó en Franz un instinto animal y comenzó a castigar a la criatura de forma desmesurada: había algo en Franz que había evadido su condición de mortal, su constitución era ahora singular, un Berserker se gestaba en su sangre. El primer golpe de Franz fue directo al estómago destruyéndolo y separando su esófago. Gotas de un líquido cobrizo se desprendieron de los labios de la criatura. Sin que fracciones de segundo transcurran, Franz vacío un cargador de su pistola Hokkerfhëim V87 en la garganta de su adversario arrancándole la cabeza del tronco dorsal. Mientras el ayatollah y el rabino observaban pasmados la escena, el segundo escolta salió al encuentro de Franz con la velocidad de una descarga eléctrica. Su espada se dirigía al desprotegido cuello de Franz pero dos dagas penetraron las rótulas de sus rodillas forzándolo a caer; una vez en el piso Franz sacó de su espalda sus espadas Zweihänder y decapitó a la criatura.
El llanto del ayatollah despertó de la concentración a Franz que río con sorna. Tras asegurar el perímetro enterró a las criaturas bajo árboles ocultos donde el sol nunca proyectaría sus sombras negándoles el retorno al paraíso.
La noticia derrumbó la moral de La Orden. La estructura colapsaba. Midvale iba perdiendo líderes, la defunción de cuatro cuerpos de la gestión apresuraba decisiones y la velocidad de las mismas debilitaba la seguridad de sus consecuencias. Si La Orden debía entrar en acción, éste era el momento.
Una espesa nube de saña flotaba sobre los deseos de los fieles del Único. Un sentido de desprotección sumía a las personas en una depresión rampante. El rumor de la masacre llegó a Pedro y su constitución se quebró en mil pedazos. Ya no tenía dudas. “Kronosum Kaos” repetía y repetía. Se pactó terminar con ello y olvidar sus viejos juramentos. Contactó con la Orden, que lo bendijo, y estableció sus límites. Trabajaría solo; sus encargos serían cumplidos con sangre ya que se reconocía ahora uno de ellos.
Ahora era el tiempo de los estrategas. Por unas semanas Metrópolis vivió su último aliento de paz.
8: Uno, hoy y siempre.
Dos semanas habían transcurrido ya. Pedro había peregrinado la topografía local estudiando los pasos de extraños. Un viejo ático sirvió de punto de espera y lo escudó de las miradas. Presenciando los movimientos divisó a su mártir Olaf, discípulo de Víctor y segundo en la línea jerárquica de los Lobos. Pedro recorría con sus ojos el camino casi matemáticamente exacto que Olaf transitaba. Besó el plomo del casquillo y musitó una rogativa como aquellos que saben excusarse del error. Olaf se detuvo a pitar su cigarrillo y la lumbre de su bocanada fue la señal propicia para el disparo. Con una botella plástica adosada a Goyo que sirvió de silenciador, disparó y mutó la culpa. Segundos después, tres legionarios de los Lobos contestaron al llamado agónico de Olaf desde un viejo e-pager. Pedro había descendido unos pasos para rematar al Lobo. Los pocos testigos de la caída del cuerpo de Olaf desertaron despavoridos y los legionarios soldados se hicieron presentes. Pedro estudiaba el escenario a través de las heridas de un viejo edificio y rememoraba velozmente las vías de salida: el inevitable cruce no podría darse a más de 30 metros. Tomó el rifle y enumeró sus balas; llevaba tan sólo dos más y el asunto sería decidido en formas que él ignoraba o prefería ignorar.
—“Inspeccionen el área, no puede estar lejos”— la lengua markoviana resonó alertando a Pedro y una reacción nerviosa precipitó la caída de unos cuantos escombros delatando su presencia. Inmediatamente, un huracán de balas se dirigió hacia los escombros, dándole tiempo a Pedro para apuntar y derribar a uno de los soldados. Se tomaron una fracción de segundo para reposicionarse y ocultarse mutuamente levantando una polvareda de la que ambos se valieron. Tras exhalar, Pedro giró sobre su eje y disparó su Spencer retomando su posición original en tan solo un suspiro. Un sonido seco le aseguró la caída del blanco. El sobreviviente vio caer desplomado a su camarada con un hilo de humo saliendo de su frente y cerró los ojos para tomar valor. Pedro especuló en centenares de escenarios posibles y concluyó que lo único que lo salvaría sería una distracción, al menos para agotar las municiones de su enemigo. Tomó un manojo de piedras y lo arrojó a unos cinco metros; las piedras tocaron el piso y el aire se llenó de suficientes balas como para derribar un acorazado. Se escuchó un disparo en falso. Pedro reconoció la señal del cargador vacío. Tomó su cuchillo y como un destello alcanzó la posición de aquel último alférez.
Cuando miró a su adversario se detuvo casi congelado observando que su enemigo era apenas un pequeño de no más de quince años. Sin dudarlo, el pequeño asestó un golpe de puño a Pedro logrando que pierda de su control el cuchillo. Pedro, sin lograr salir de su asombro, reaccionó y devolvió el golpe desmayando al pequeño. Atónito, miró alrededor y con lágrimas en los ojos tomó el cuchillo y apuñaló al niño.
La noche cayó sobre sus espaldas y Pedro continuaba junto al cuerpo. Al amanecer Sepp, uno de los Lobos, apresuraba sus pasos en busca de su mentor. El cuerpo de Olaf yacía en el piso animando el fisgoneo. Cuando Sepp arribó al Salón Wotan robó la atención de los presentes: —“¡Olaf ha muerto!”—.
9: Los temores de Ra´s al Ghul
El Concilio de los Siervos, el evento más importante de la élite de la Orden, se llevaría a cabo en los primeros días del sexto mes. Cuatro de sus cinco constituyentes habían visto la muerte. Lloroso y socorrido por sus súbditos, Zuhair, el quinto siervo y presidente del concilio, organizaba una llamada de salvación: un llamado cruzado, una Jihad, un movimiento mesiánico de supervivencia. En las oficinas de Midvale, un caos sonoro de e-pagers irrumpía el silencio. Una improvisada asamblea mercenaria, avalada por los cuatro miembros restantes de la alta jerarquía, se convocaba para salvar a Juvhad.
Zuhair hizo un llamamiento majestuoso, una invocación. Los presentes se arrojaron hacia las aguas de la fuente de Midvale e iniciaron el rito de comunión. Como si encarnaran un coro de mil hombres, alzaron sus voces y lentamente las estrellas se configuraron. La gente se apostó en las calles a mirar el firmamento. Mientras los segundos transitaban, las tribus invocadas decodificaban el mensaje y se alistaban. Desde las planicies del oriente los jenízaros cabalgaban corceles de ébano; desde la lejana Kahndaq descendían las tropas de Black Adam lideradas por Marian sobre caballos albinos de ojos áureos; y desde el confín occidental de Qurac se sumaba la Liga Qumram con sus estandartes estrellados. Caída la noche avanzaban hacia los hangares haciendo temblar el suelo.
Zuhair organizó a sus hombres y los alentó a la caza de los responsables, comenzando con los Lobos.
Mientras tanto, refugiados en un Living-room casi frívolo, fuera de contexto; Darwin celebraba la caída de los primeros Lobos. El aroma a fino tabaco mezclado con las fragancias galas del viejo mundo inundaban los sentidos. La mesa marmolada y las maderas arcaicas, las alfombras persas y los telares kahndaqueanos, los Rembrandt y los Kodarts. Todo allí enaltecía la ostentación.
Sorprendidos por la facilidad con la que sus objetivos se iban resolviendo, comenzaron a indagar el porvenir una vez que Midvale y Metrodale entraran en guerra. William tomó la palabra y dirigiéndose a sus iguales manifestó su preocupación pues el asunto se escapaba de su control. Sabía perfectamente que aún el caos se rige por un orden y esta anarquía desataba cabos peligrosamente.
—“Hay en el exterminio una constante pero pausada y paradójica evolución; la acelerada disminución de los eslabones auspicia una rápida defensa y nos separa de la raíz. El modo eficaz de concretar la desaparición es mediante la confusión y el desinterés. Pero hay variables que se escaparon de mi evaluación. Deberemos abordar la opción de la guerra que se avecina, pero ésta deberá ser total. Un conflicto que involucre a todos por igual, sin excepciones; de forma infamante, socavando la dignidad de la Fe. Debemos avanzar sobre los símbolos de Midvale y Metrodale”—. Dicho esto, William indicó los objetivos a Darwin iniciando la operación “Omisa Réplica”.
10: Grandes y Pesados
Los primeros vientos del aquel domingo elevaron el polvo del suelo de Metrópolis y parecía denotar un éxodo premonicioso. Parte de ese batallón de polvo parecía arrepentirse y aferrarse a las paredes rebeldes de la guerra ensuciando lo que aún se resistía a ser tocado.
El Victorian Pride, el Zeppelin de 6 turbohélices más grande del mundo, volaba a baja altura recolectando pasajeros en las terminales. No muy lejos, Jean Baptiste enamoraba a una azafata en la esquina que llevaba el nombre del gran guitarrista difunto, Fritz Mond. Junto a una casilla de mensajes destruida, tomó una botella de vino blanco y ofreció un trago a Magda, la operaria número dos de la línea aérea estatal. La pobre nunca supo que bajo el delicioso sabor había un estimulador volátil cronometrado que la conduciría a una muerte espectacular. A unos cien metros de allí, Louis y su inseparable colega Teodoro jugaban cartas cuando Jean Baptiste digitó su código en el reloj y la señal fue recibida en el “Schedule 3000” de Louis. Automáticamente Teodoro llamó al centro de comando aeroespacial e informó sobre un pick-up a las 8:45 am en el Complejo de Urgencias de Midvale. —“Condenado imbécil, no tiene idea de lo que les sucederá”— musitó Louis.
Con el Victorian Pride a una altura considerable; Jean Baptiste dirigió una mirada a Magda y le solicitó conocer la cabina de comandos. Magda, drogada por el imán que le significaba su interlocutor, asintió sin dudarlo. Saludaron a la tripulación de mando; un comandante de unos 40 años operaba el direccionamiento, mientras que un copiloto con un sobrepeso notable se hacía cargo de la navegación y los instrumentos. —“Increíble, ¿verdad?”— comentó Magda. —“Espera a ver ésto”— replicó Jean Baptiste activando el estimulador dentro del cuerpo de Magda.
La primera sensación que tuvo aquella azafata fue un latigazo en la garganta, para luego sentir un ardor en las terminaciones nerviosas de sus extremidades obligándola a caer. Ante el dantesco espectáculo el copiloto salió en auxilio de Magda. En el visor de novedades del Victorian Pride titilaban las coordenadas del Centro de Emergencia de Midvale. —“Suertuda”— pensó el comandante. —“¿Cómo puedo ayudar?”— preguntó desesperado Jean Baptiste. —“Allí, debajo del horizonte artificial hay una perilla de color rojo, actívala”— respondió el comandante. Jean Baptiste activó la perilla y la cabina se iluminó de un color rojo simbolizando la emergencia. —“¡Voy por ayuda!”— gritó Jean Baptiste que al salir tomó de su bolsillo interno un dispositivo, digitó unos números y se marchó hacia el pasillo a los gritos.
El comandante del Victorian Pride, Matthew Verkley, se reportó al Complejo de Urgencias y comunicó un pedido de asistencia inmediata para un tripulante. Al cortar la comunicación comenzaron a fallar las lecturas de altura y velocidad. Jean Baptiste había logrado comunicarse con el comisario de a bordo y le habían permitido tomar el express wagon, un planeador pequeño que realizaba las escalas de poco personal.
Con Jean Baptiste lejos de la escena, la incertidumbre recorrió el pasaje del Victorian Pride. —“¡¿Qué demonios pasa, nada funciona aquí?!”— preguntó furioso el comandante Verkley. —“Avisa al centro, ¡vamos directo en picada hacia ellos!”— replicó el copiloto, George Lisdam.
El Victorian Pride efectivamente había sucumbido ante la desorientación y la tecnología darwiniana. Su último vuelo recogió unos 450 cadáveres entre pasaje e inocentes en el Centro de Emergencias.
11: A los pies de Dumas
El sonido polifónico del celular despertó a Franz. La voz nerviosa del otro lado del teléfono le indicó la premura de la situación y salió raudamente hacia Ariana. En el trayecto vislumbró la hostilidad reinante que se experimentaba en cada esquina. Odio y resentimiento.
Cuando arribó al salón Tara, encontró el absorto generalizado. Perdido en un rincón, Víctor afirmó con un movimiento de cabeza a Rengrüd, su lugarteniente. Llamó la atención de los presentes resonando su puño contra la mesa. —“¡Inaceptable!”—. Los presentes sintieron su piel helarse. Víctor hizo carne la ira contenida de aquellos minutos que albergaron la noticia y sentenció la salida que nadie esperaba. —“Las legiones galopan hacia Metrópolis. ¡Hemos perdido el sigilo!”— El terror que inspiraba Víctor corroía el mármol del salón.
El viejo Saab de Franz tropezó con un Opel rural. Tras el vidrio sucio se podía ver a Michael sorprendido por la dura y fría expresión de su amigo. Intentó mover sus brazos en señal de saludo pero Franz respondió acelerando y desapareciendo tras el polvo. Desde la caída del novicio Gabriel, las calles de Metrópolis eran refugio de la intolerancia. Podía percibirse la discordia y pequeñas riñas generalizaban el estado de ánimo. Los viejos bares y fondas que lindaban las fronteras entre hangares eran cuna de duelos verbales y amenazas que se perpetuaban con los días. La contienda se sentía irremediable y se sabía que no había ánimos de comunión. El hambre y las pocas medicinas hacían sentir el rigor de la posguerra.
Hay veces donde el Hombre no sabe qué hacer con su paz pues ella es extraña en su cuerpo; hay veces que el sentimiento de soledad avasalla al conjunto y la depresión parece ser una droga confesa que alimenta la humanidad. Esa necesidad de querer infringir dolor a su propia materia desoyendo la voz natural. Metrópolis era eso y mucho más.
Tras la muerte de Olaf, cuatro días de revuelta sacudieron la escena política: Víctor comunicó al jefe del Partido, el Ministro Angus Mahatti, que en la próxima reunión de gabinete anuncie formalmente la guerra entre Metrodale y Midvale por los recientes asesinatos de la Orden de San Dumas. Por supuesto, Midvale descartaría de inmediato su vinculación con la Orden pero Víctor tendría su guerra como fuera. El 28 de mayo el parlamento reunió a los principales líderes políticos y Angus Mahatti declaró la guerra ante la mirada absorta de los miembros del gabinete. Sin más que decir, y tan sólo cinco minutos después de iniciada la reunión, la comitiva metrodaleana se retiró del recinto.
Con la gente colmando la calle, los periódicos volaron de sus imprentas y el Daily Planet no fue la excepción. Como era de esperar, el caos desbordó a la ya inestable fuerza de policía nutrida de corruptos sobrevivientes leales a nada. Llegada la noche las ciudades eran una postal del conflicto. Su identidad fue resignificada: trincheras improvisadas, murallas de maderos, hollín y fogatas. Aquellas cosas que eran consecuencias de una guerra eran la herramienta para la próxima.
Durante el torbellino social, minutos después de pasado el mediodía, Metrópolis recibió a los legionarios de Juvhad. Ingresaron por el norte y su tronador paso desfiguró el basamento terrestre. Las armaduras cromadas proyectaban y rebotaban el calor del febo ardiendo la flora. Los vecinos vislumbraron su paso con reverencia y temor. Todos aquellos que escondieron su oído a la palabra de Juvhad en el camino encontraron la muerte.
Marian, líder alado, coleccionaba genética con su espada y marcaba los hogares herejes. Sus colegas eran valkirias de otro signo que martirizaban enemigos. Los jenízaros y la liga Qumram no se quedaban atrás. Su crueldad redobló la apuesta y las aguas del West River se levantaron y bañaron las calles de rojo homenajeando al Jerusalén de 1099. Se acercaban.
Tras el escarmiento inicial en el salón Tara, Víctor ordenó una contraofensiva trasladando sus hombres hacia las fronteras. El propio Rengrüd encabezaba la Wolffen-Staffel, orgullo legendario de Metrodale. La WS estaba equipada con un Trider, un proyecto secreto que llevó a cabo la unidad paramilitar de laboratorios Castlewood hace unos años. El Trider era un cañón de fotones motorizado probado con éxito durante las últimas batallas de la gran guerra pero finalmente vedado. Tan solo la línea de caballería mecanizada estaba compuesta por quinientos Mechas, vehículos de una aleación novedosa de treinta metros piloteados dotados de dos cañones de 914mm.
En New Troy, sede del parlamento, la situación había decidido renovarse y olvidar la avenencia. Ese mismo 28 de mayo el parlamento se disolvió con ribetes de violencia en el viejo edificio. Los motines dieron paso a la escoria social y al saqueo.
12: Despertar
Bajo una topografía dañada, con cráteres renovados e imitaciones mecánicas de truenos, los pasos de cientos de Mechas comenzaron a sonorizar los límites de la gran ciudad. El exilio fue la decisión sensata de muchos.
La Familia Batson recogía triste sus pertenencias y enseres para encaminarse hacia el oeste, hacia Coast City. Donde, según los rumores, una nueva luz se cernía sobre el horizonte.
Marcus, el menor de los Batson, se resignaba a dejar su hogar. Sabía que no perfecto, pero era su lugar en el mundo. Contemplaba sus cuadras deshechas, los maderos crujir de vejez, el óxido pintándolo todo. Vivían en la frontera entre Metrodale y Midvale, un lugar desprestigiado donde una pequeña comunidad aún recordaba con sonrisas las aventuras de sus campeones. Eran la gracia del área; la risa macabra que otrora escuchara el Señor de la Noche y motivara sus inagotables conquistas sobre el crimen. Eran el juego preferido de una policía corrupta para quienes personas como Marcus eran deshechos exóticos.
Parias de una realidad yuxtapuesta en sí misma, los huérfanos de aquellos milagros de entonces no tenían ni siquiera ya metahumanos para enarbolar como bandera. Lo habían perdido todo. No eran ni premio para Darwin, no eran sujetos para los Lobos ni pares para La Orden. Eran los hombres que la humanidad había olvidado.
Su medio eran callejones sin salida, rotondas interminables. Vivencias circulares que se cernían sobre el desgano. Eran Pasado, nunca Presente. Marcus caminaba en su sopor, volando por las nubes que su imaginación manufacturaba. Era la válvula que distendía la presión. Ser todo aquello que le habían contado. Porque definitivamente no era la Metrópolis brillante de la que tanto había escuchado, con el globo del Daily Planet como faro redentor. Con la alegría de saberse cuidado, dignificado. Acompañado. Metropolis era la muestra cabal de una humanidad despojada de toda buena intención. Una muestra gratis de la condición humana en el vacío.
Y los Batson cayeron de rodillas. No era la carga de sus escasos efectos personales. Era el peso de la sinrazón. Marcus estalló en un llanto incontenible y su tristeza se hizo inabrazable. No conoció a Clark, pero lo extrañaba más que nadie.
Las lágrimas de Marcus colapsaban en el piso con la potencia de 100 bombas H en sus oídos. Ese dolor era más fuerte que Clark, quizás lo único más fuerte que él.
Le había tomado una semana arribar a las puertas de la Pared, la frontera del universo, con La Fuente, una energía cósmica viviente esperándolo una vez más. Pero esta vez sería para consolarlo. Había conquistado a todos sus adversarios: callado los gritos de Darkseid, cegado las luces de Brainiac y encarcelado a Luthor; pero, aun así, los tormentos lo perseguían y en su camino a la Pared desoyó todo. Aún las voces desesperadas de los universos conocidos le fueron insignificantes. Bordeaba la locura y comenzaba a torturar su conciencia recordando a Bizarro. ¿Acaso era eso lo que le esperaba, una versión patética de sí mismo negando la realidad? Como fuera, estaba agotado hasta de reflexionar sobre esa chance.
Paseaba por la Pared tocando literalmente los destinos de los mundos, una pared hecha con dioses y entidades poderosas. Y el pensamiento de ser un ladrillo allí, en el ocaso del universo, lo incomodaba. Pero la Fuente no tenía planes para él porque había, hace rato, sobrepasado todas sus expectativas. No podía esperar nada más de él.
Sin embargo, entre el silencio sepulcral del vacío, el llanto de Marcus lo envolvía todo. Y así, Clark ya no supo si era lo que él entendía de sí mismo o lo que otro necesitaba que fuera. No sabía explicarse. Su existencia era la duda de un cuestionamiento. Y no lo soportó más. Estaba fatigado de negarse. Ya no le quedaba otra cosa de la que cansarse. Se había reinventado. Marcus lo había salvado. Tenía que retribuirle la vida.
Y por eso volvió de entre los laberintos galácticos, el enmarañado celeste y el silencio profundo. Su vuelo violento encandiló los cielos eternos generando una estela con planetas enamorados de su gravedad. Los universos contiguos se congelaron de estupefacción y la Fuente le permitió rehacerlo todo de vuelta.
13: Round tras Round
Con la hostilidad desplegada sobre la superficie de la realidad, los héroes debían elevar la vara. La fiebre de pertenecer a algo más grande ahora era pandemia y la individualidad de cada ciudadano fue regalada a sus titanes para su custodia. El temor de no ser más se disfrazó de Fe y Metrópolis selló su destino.
Pedro recolectó uno por uno sus lamentos por negar la vida a un niño y los guardó en el olvido. “Eso no era un niño” se dijo, era un agente de todo lo que es malo en su vida; holografías que Los Lobos plantaban en su psiquis y la de los suyos para conducirse mal, pecaminosamente.
Pasó las horas escondido en los altillos de Midvale multiplicando los verbos para su Spencer VT 3, organizando las balas que la Orden le proveyó. Cuando culminó fue directo al centro neurálgico de Metrodale. Su Spencer tenía un discurso que dar.
Franz también tenía su nueva misión. Encomendado a ser el ultimátum de la batalla recibió un sobre nuevo, pleno de palabras que le endulzaron la consciencia. Para ello, aquellos del Tara le regalaron un nuevo vehículo. Él lo denominó El Pisar de Hades: eran miles de toneladas de hierro pensadas para infligir dolor; millones de engranajes capaces de generar energías que pondrían en vergüenza a los integrantes del Proyecto Manhattan. Un monstruo mecánico de treinta metros de largo y sesenta metros de alto dotado de armas inverosímiles.
Surcando en la altura de las edificaciones, caminando por la privacidad de sus sombras, Pedro acortaba distancias con velocidad y los contornos de Metrodale se visualizaban con notoria claridad. Y allí las vio. El parque central albergaba orgulloso las academias de arte markovianas atiborradas de hombres y mujeres que se paseaban por sus baldosas en busca de atajo a rutas más seguras. Pedro encontró un método seguro para descender y presentó su rifle en sociedad. Frente a él sólo dos niños se percataron de la presencia del Spencer VT3 y sonrieron ingenuamente con sus ojos imantados al arma como una golosina nueva. Se cuadró y apuntó a un hombre bastante corpulento. Disparó su rifle y la bala penetró directo en su corazón abriendo su pecho de par en par y empujando al hombre un metro y medio hacia atrás sin por ello detenerse: continuó angurrienta su trayectoria para encontrar el cerebro de una mujer cansina y maltrecha que reposó sin acusar recibo el peso del cuerpo en uno de los históricos atriles de dibujo del parque.
El estruendoso disparo ocasionó una estampida colosal. Pedro sólo se limitó a apretar el gatillo para sentenciar la retórica elegida en la boca de su ladero. Uno a uno fueron cayendo los objetivos, los condenados por su soberbia que multiplicaron la voz del Único e hicieron de ella un coro de burlas. Todos ellos serían los puntos y comas en la oración que dictaba su rifle. Sería una gran novela pensó Pedro. Sería un evangelio.
En las profundidades de Metrodale, en un viejo mega bunker, Franz se acomodó en la cabina de su nuevo juguete. Una jaula de titanio y kevlar lo preservaba de la ambición y la puntería de la Orden. Tomó los comandos y se erigió por sobre la visión de los hombres y las bestias. Sólo había sur en su mirada y aquellos debajo que corrían con avivado pasmo se transformaron en insectos contaminando su visión. Estaba frenético, sus venas en flamas como las estrías de un volcán. Y aceleró. En los siguientes doscientos metros su monstruo mecánico alisó la superficie. Sin todavía hacerse idea cabal de las capacidades de su máquina, Franz comenzó a pulsar los botones como un niño entusiasta y la tecnología de la guerra se esmeró en despertar admiración: de los laterales se esgrimieron cañones Gatling bañados en cobre y oro. Su accionar generó tanta cantidad de balas que el oxígeno presente en Midvale sumó un nuevo componente a la tabla periódica y el índice de cáncer por plomo simplemente destruyó las estadísticas. Los cráteres formados en los adoquines de las calles se hacían cada vez más grandes y fracasaban en escudar siquiera a los insectos. Nada ni nadie quedaba absuelto del dictamen de aquellas balas. Extasiado, Franz cesó el ataque para contemplar su faena.
14: A Toda Marcha
Antoine traía malas nuevas. Las noticias arribadas habían desconcertado a William. Jamás había esperado de sus adversarios tamaña exhibición de poder y semejante desconocimiento lo humilló. Jean Baptiste, cigarro en mano, tomó una cinta de video y la colocó en el proyector. —“Este es nuestro hombre”— dijo contemplando a William. —“Su nombre es Pedro, un santapriscense con una puntería condenadamente excepcional”— continuó Jean Baptiste. —“¿Tenemos alguna brecha?”— preguntó Teodoro. —“Sí, está completamente loco. Es muy bueno pero fue fácil identificarlo; no es un ninja precisamente. Es perfectamente moldeable; un poco de presión y volverá al rebaño. Necesitaremos de tus encantos esta vez Louis”—, —“Soy su siervo, señor”— replicó irónicamente Louis.
Louis era lo que puede denominarse como la evolución de los cefalópodos. Su capacidad de transformación y camuflaje podía inmiscuirlo en las regiones más guarecidas del planeta. Sus indicativos fueron precisos y, aunque osados, eran necesarios e indispensables para llevarse a cabo al pie de la letra. Le tardó algunos minutos llegar hasta el centro neurálgico de Metrodale. Tuvo que prescindir de su amada Triumph Royal Gem, una belleza motorizada de ciclos perfectos cuyo corazón sonaba como una tormenta en el Valhala. Vestía raro para esos parajes: saco largo verde con lazos dorados y charreteras abultadas que decoraban los hombros color marrón. Su cara acompañaba la fachada luciendo bigotes tupidos y una tez caribeña maquillaba su piel. Pedro, aun sudando por la actividad física de aquel día, observaba el oeste viendo el sol ponerse detrás de las figuras que se amontonaban en el parque. El calor dificultaba su visión desenfocando el horizonte pero una silueta se dibujaba allí. La veía acercarse con paso marcial y con la mira del Spencer esclareció el panorama. Dudó un segundo y miró nuevamente. —“¿La Guardia, aquí en Metrodale?”— se cuestionó Pedro. Disparó a unos dos metros en forma de advertencia a la silueta que, inmutable, prosiguió su caminar. A unos veinte metros la silueta alzó su mano ensayando un saludo y exclamó en perfecto dialecto santapriscense su identidad —“Lugarteniente Medina de la Honorable Guardia de Santa Prisca reportándose”—. —“¿Es esto una horrible broma?”— Preguntó Pedro, —“En absoluto; no está solo soldado. La Orden ha sido buena con nosotros”— contestó Medina. —“Pero Ud. está a doce mil kilómetros de casa, Lugarteniente. No comprendo”— se sinceró Pedro; —“Las viejas alianzas no se pierden, soldado. Y las guerras nos acercan cuando menos uno lo espera. Estas son sus nuevas instrucciones. No dude, NO DUDE”— ordenó Medina. Pedro tomó vacilante el sobre y observó a Louis perderse en el frente.
Todo en esa carta le recordaba a su hogar. El aroma del mar caribeño se desprendía de la hoja elegantemente manuscrita, como la tradición marcial santapriscense dictaba. Repasó cada letra ahogado en una nostalgia adictiva y cuando terminó debió re leerla porque sus pensamientos corrían mareados por los caminos del recuerdo. La segunda lectura no fue agradable. Las palabras allí escritas no podían ser reales. Aquella misión encomendada no era propia de un agente de Juvhad ni del más inmoral ser de su isla natal. Pero era una misiva de la Guardia, cómo ignorarla, cómo rechazarla. ¿Ésto era el plan del Único?
Pedro se persignó y conspiró contra todo lo que creía, pero todo en lo que él creía ahora conspiraba por escrito contra su conciencia. No sabía cómo ganarle a eso. —“Juvhad es enorme, y dolorosamente perfecto”— sentenció Pedro que apresurado y nervioso tomó los controles de un Bentley AirRider, un cómodo vehículo de propiedades aerostáticas e impresionante velocidad. Ganó en altura y se perdió entre las nubes a la conquista de los medios para sus fines.
Aterrizó precavido en las afueras del galpón encubierto por la noche acaecida y los elementos de supresión sonora que el AirRider garantizaba. Su Spencer tenía pocas palabras y si no se tiene nada inteligente que decir, mejor callar pensó Pedro. Divisó allí a dos guardias que patrullaban un galpón y completamente alienado por la adrenalina fue por ellos. El primero, un hombre obeso de unos cincuenta años y cabellos canosos, recorría el perímetro silbando una antigua melodía markoviana. El peso de su cuerpo quebraba las raíces de la flora que se erigía por sobre las veredas heridas de posguerra y sus pasos acompañaban cual percusión la línea melódica de sus labios. Pedro iba determinado a contribuir al silencio esgrimiendo su cuchillo. Lo encontró apenas unos metros detrás de la esquina, segundos antes de que el otro guardia entrara en contacto visual. Con rapidez tapó la boca del guardia y el cuchillo entró secó por debajo del brazo derecho haciéndolo girar con fuerza sobre su eje para potenciar el daño. Lo dejó caer lentamente acompañando el peso del cuerpo mientras Pedro ensayaba una melodía silbada. Cinco segundos después fue a la caza del otro guardia a quien encontró de frente. Cruzaron sus miradas por un instante; un segundo fatal. Pedro fue pulsión pura y arrojó el cuchillo con precisión. La hoja entró por el lagrimal izquierdo cortando los nervios ópticos y destruyendo la córnea para alojarse finalmente en el cerebro. La primera parte estaba cumplida.
15: Adiós amigos
Todavía lejos (o tarde) en el espacio-tiempo, mientras Clark navegaba furioso por las corrientes del universo, una imagen frenó por nanosegundos su viaje cósmico. Los restos de Apokolips y Nuevo Génesis flotaban a su alrededor y el recuerdo de la maldad que allí residía lo encolerizó. Recordó con pesadumbre los ojos vidriosos de la Princesa Diana, su último y altivo amor, dando su vida por él a tan sólo coordenadas de allí. Se acordó de llevarla cubierta de zafiros a los altares de Temiscira para ser recibido con honores por la Reina Hipólita. Se perdió en una fracción de melancolía y recordó también a los viejos aliados que perecieron en esa dignísima aventura de justicia. Vio en las llamas de los soles gemelos del sector 2098 la majestuosa sonrisa de J´onn J´onzz que como aurora eterna resplandecía brillante iluminando sus planetas consortes.
Pero sin dudas, la partida del Caballero de la Noche, su aliado más preciado, fue la que dañó profundamente su ser. Lo recordaba como si hubiera pasado ayer. Una noche fría de diciembre en el Robinson Park de Gotham, una sucesión de explosiones había despertado de una anormal hibernación de paz a la ciudad. Bruce acudió con furiosa celeridad navegando su Steam NightWing y visualizó de inmediato a las huestes de Arkham entregándose a la criminalidad con formidable apetito. Identificó entre medio de ellos a uno de los enemigos que jamás quería volverse a encontrar, Floyd Lawton. Un asesino de precisión clínica, objeto de la humillación del Caballero de la Noche, buscaba redimir su ego y tras varios años de encierro ansiaba la chance de bañar los periódicos del mundo con los glóbulos rojos de esa sombra vengativa.
El Steam NightWing entró en modo “Mist”, con el vapor cubriendo sus aristas, y sobrevoló por minutos la zona estudiando un ingreso sigiloso capaz de evadir la mirada de Lawton. Descendió en la esquina sudeste y camuflado por su socia eterna, la noche, avanzó impetuosamente acabando con la resistencia de los delincuentes que se presentaban en el horizonte. Pero el eco de las explosiones viajó más allá de las fronteras de Gotham y Clark acudió, sin dudarlo, para auxiliar a su amigo. Llegó en un suspiro y con el soplo de su aliento levantó por los aires a un grupo de maleantes que buscaban con desesperación las ramas de los árboles para sujetarse. Lawton contempló sin sorpresa la obra del superhombre y emprendió una marcha a áreas más tranquilas. Se apostó sobre un banco y con su monóculo telescópico exploró el panorama buscando a su Némesis. Le bastó unos segundos para encontrarlo y verlo allí golpeando heroicamente a sus adversarios hasta dejarlos reducidos a un resoplido de misericordia. Casi como debatiendo con sus cavilaciones, se tomó unos segundos y dio una orden a sus secuaces. Nunca había llegado a tanto pero la venganza lo había consumido. Miró a un cómplice y asintió con la cabeza confiriendo una orden tácita e inmoral. Valador, el cómplice, un pirómano soñador de avernos terrenales, pulsó el detonador. El click de escasos decibeles tronó en los oídos de Clark que comprendió el horror futuro y salió disparado al Gotham Central, el hospital que vio nacer a Damian Wayne y tantos otros. La ignición inicial, aunque tímida y pequeña, fue suficiente para vencer la reacción del héroe. Lejos de allí, en el epicentro de la consumación proterva, Lawton, desencajado de excitación, voló la tapa del cerebro del Caballero de la Noche con una bala de alínico. Clark oiría entre la estruendosa explosión el percutor martillando y desencadenando un funeral inesperado. Fue tal su desconsuelo que, absorto por la noción, observó la bola de fuego emerger y golpear con su onda expansiva su humana alienidad. Su amigo, ladero y confidente, Bruce Wayne, había fallecido y, con él, la certeza de que una posibilidad de justicia, aún imperfecta, abandonaba Gotham.
El vuelo de Clark continuó y asediado por la tristeza aceleró irascible enderezando las curvas espacio-temporales para ponerlo a tiro de nuestra atmósfera. El fin se acercaba.
16: Cronometrados
Moviéndose capturado aun por la duda, Pedro buscaba las sombras que escoltaran su presencia. El galpón, una sencilla construcción de los años de preguerra, medía unos seiscientos metros cuadrados. Afortunadamente para su cometido, un diagrama holográfico del mismo en formato nanotecnológico acompañaba el sobre dado por el Lugarteniente Medina. Pedro debía recorrer un sendero muy preciso hasta una puerta secreta en la sección noreste vigilada celosamente por un soldado enorme. Todo el recinto servía de almacenaje para las reservas alimentarias y medicinales de Metrodale y un sinfín de cajas amontonadas configuraban pasillos angostos. Además, el galpón disponía de un engranaje pergeñado para efectivizar la logística y la organización de la multiplicidad de elementos que llenaban el lugar. Había un cliqueo constante de maquinaria en funcionamiento y el vapor subsecuente. Pedro debía cronometrar sus movimientos si quería evadir a los obreros y a los vigías que, casi mecánicamente, recorrían los pasillos con perfecta sincronización. Cuando avistó al primero de ellos dar la vuelta salió disparado en su dirección hasta encontrar en una pila de cajas un momento de resguardo. Sigilosamente pudo sortear la curiosidad de todos hasta llegar a escasos metros del soldado que celaba la puerta secreta. Contempló sus alrededores y con sorprendentes cualidades felinas pudo trepar hasta unas vigas de escaso grosor. Se posicionó justo encima del enorme centinela y dejó caer un luthor frente a sus narices. El brillo de aquella moneda despertó el merodeo en sus ojos y se agachó para hacerse de ella mientras Pedro aterrizaba con una daga que perforaría su garganta.
Pedro tanteó con premura la pared hasta encontrar la irregularidad que delataba el mecanismo de ingreso. Se abrió ante él un pequeño pasillo con una escalera en su final. Se lanzó hacia ella y comenzó a bajar los cuantiosos peldaños con novedosa angustia. Varios metros por debajo de la superficie, el final de la escalera descubrió otro galpón; este, sin embargo, de dimensiones magníficas. Lo que allí se escondía despertó del estupor a Pedro. Observó cada centímetro de aquella visión y divisó las unidades mecanizadas Brentor-M y contenedores cilíndricos llenos de una substancia ya mítica en la conciencia de los habitantes de Metrópolis: las arenas movedizas del Pantano de la Muerte, el origen del monstruo conocido como Salomon Grundy. Allí se estaba manufacturando un áscar de no vivientes con los que Metrodale pondría bajo yugo a todos aquellos que se les enfrentara. La carta de La Guardia comenzaba a ganar sentido y las inmensas dudas que sometían la racionalidad de Pedro cayeron en el olvido. Divisó a Henry Sepp, un conocido lobbista de los laboratorios Castlewood, dialogando con tres hombres armados. Sabía que su misión una vez allí no le demandaría un ejercicio de clandestinidad importante. Sólo debía plantar la bomba…
Pedro tanteó su mochila sólo para confirmar la presencia del artefacto. Estudió el mismo por unos segundos y aseguró las conexiones; todo estaba en orden. Miró una vez más a Henry Sepp, un inmoral a la luz de sus ojos, y activó la bomba justo en el lateral de una viga formidable. Se armó de valor para perdonarse y abandonó el lugar. No había vuelta atrás, necesitaba la lejanía o sellaría su destino con el de todos allí.
Louis Lane, orgulloso miembro de Darwin, supervisó la operación desde el edificio lindante. Con su intercomunicador en mano reportó las noticias con notoria satisfacción: —“Preparen sus gafas, hoy haremos noticias”—.
Amanecía en Metrodale y una garúa tenue lo cubría todo. Todavía, en la frontera sur, intacta a los actos de los legionarios de Juvhad, había vida en ejercicio. Por encima de la cadencia industrial que organizaba la vida allí, se escuchaban las voces de los habitantes que desafiaban las malas nuevas intentando encarrilar sus finanzas vendiendo lo que sea o tomándolo del mismo modo. También, en ese desorden de violencia, el sentido de paz era velado por agentes de los Lobos que, de a poco, comenzaban a desplegar toda su maquinaria de guerra e intimidar las, no menores, manifestaciones de coraje y arrojo que la desesperación desataba en los habitantes.
Entre todo el descontrol, la confusión y el ruido propio de la situación, una sensación robó la atención de todos. Una vibración subterránea comenzó a vencer el equilibrio de los residentes de aquel confín sureño. Todas las voces murieron con aquel temblor. Un haz de luz se levantaba sobre el horizonte comunicando la superficie terrena con los cielos. La espada de Marian, el legado del Black Adam, se levantaba orgullosa buscando la sangre de los hijos de Markovia nuevamente. Los encontró de a cientos y sus cuerpos desgarrados comenzaron a apestar el aire. La resistencia de Rengrüd y sus Mechas en la frontera fue en vano.
Por encima de todo, rigiendo las nubes, surcaba los cielos el Airship de Darwin. Invisible a los ojos gracias a su tecnología de sigilo, el coloso cromado era navegado por Teodoro Ferris y estudiaba las circunstancias en Metrodale. En el puente de mando lo acompañaban Jean Baptiste, Antoine y William.
—“William, tenemos una anomalía en el radar. Se mueve rápido, demasiado rápido”— indicó Antoine. —“Déjame ver eso. No es posible, nada viaja tan rápido. Esa cosa baja a match 60, solamente… maldición”— se lamentó William.
17: El día del Juicio
Con el avance de los legionarios, las comunicaciones se aceleraron adrenalíticamente y el éxtasis de Franz se disipó con la velocidad de un rayo. Metrodale, la tierra de su gente, lo necesitaba. Aceleró el Pesar de Hades hasta el límite de sus capacidades. Llegaría por detrás de las huestes de Marian determinado a emboscar a los victimarios de la legendaria Terra.
—“¡William, William, reacciona!”— gritaba Antoine sin poder comprender la momentánea parálisis de su líder. Los integrantes de Darwin contemplaron confundidos los instrumentos del Airship sin saber qué miraban o qué esperar. —“Tan solo nombra la marca en el radar como Kilo Lima Uno”— sentenció William.
Debajo de ellos Marian devastaba las fuerzas markovianas con sus colegas mitológicos y las fuerzas de los Lobos caían con cuantiosa prisa. Mientras tanto, en el Salón Tara, Víctor se hacía eco de la caída de las Wolffen-Staffel y se vestía para parar la sangría. Se uniformó para la ocasión con su traje de guerra, un formidable warsuit lexoriano, un trofeo de guerra que vestiría con orgullo para recordar a los hijos de New Troy quién ostentaba el viejo estandarte de Lex Luthor. Emergió de la edificación a 200 km/h como un Hércules elevándose gracias a los nuevos propulsores cortesía de las industrias Queen y ganó la atención de todos.
Nuevamente, enfocado a la imperante y desbordante realidad, William cayó otra vez en la sorpresa: —“¡El Warsuit! ¡¿Víctor Stone?!”—. Víctor Stone, viejo maestro de William en los complejos universitarios S.T.A.R., era un antiguo prodigio de Metrópolis y eminente lobbista de las industrias Queen ante el Parlamento. —“Antoine, tiempo estimado para arribo de Kilo Lima Uno”— exigió William, —“¡Inminente!”— exclamó Antoine. —“¡Lima-Eco-Uno-Sierra-Doce, abandona el nido ya!”— gritó al micrófono con desesperación William intentando alertar a Louis. —“¡Sin vectores en Sierra Doce, confirma Whiskey!”— consultó Louis. —“¡Eco Uno entrando rápido y caliente, vete de ahí Louis!”— contestó Antoine. —“Copiado, en camino al LZ (Landing Zone o Zona de aterrizaje)”— respondió Louis.
La entrada en la atmósfera terrestre a mach 60 formó una descomunal onda de choque que electrificó los cielos y generó un estampido sónico ensordecedor. Sin embargo, Clark aterrizó con una gracia y majestuosidad inédita, como una pluma decantando en una alfombra de arena. En el centro de la ocasión, como epicentro del futuro y ante la mirada maravillada de todos, el mito alzó la voz: —“¡BASTA!”—.
La fascinación en derredor congeló la reacción de los habitantes de todo Metrópolis, pero la cara de aquellos próximos a Clark no tenía referencia. No existió estupefacción similar que haya hermanado a todos como en aquel momento.
Franz Curry, a ya escasos kilómetros de la escena, vio desde el Pesar de Hades la entrada a la atmósfera de aquel bólido y su luz lo cegó momentáneamente. ¿La Orden había arrojado algún tipo de misil desde el espacio hacia su tierra, Pero cómo? Lo más inaudito para Franz era que no sucedió nada después; ningún fulgor, ninguna explosión. Con ceño inalterable fijó las coordenadas al cuadrante donde las tropas de Marian ya se divisaban en el horizonte y descargó las primeras balas. Viajando a más de mil metros por segundo, los proyectiles de la maquinaria bélica de los Lobos se dirigían con precisión a los blancos. Segundos después, los proyectiles se detonarían y una asombrosa bola de fuego se dibujaría frente a la mira holográfica de Franz quien esgrimió una sonrisa victoriosa. Tan rápido como se gestó, el fuego desapareció. Al igual que la sonrisa de Franz.
—“!HE DICHO BASTA!”— sentenció Clark reposándose frente a Franz en una fracción de un yoctosegundo.
Contemplando lo sucedido con maravilla, William se dirigió a sus pávidos hombres: —“Esto es todo lo que alguna vez odié; cuánta verdad había en las palabras de Luthor. Creamos un monstruo. Antoine, quiero hablarle”— Sin pensarlo, Antoine presionó el interruptor y un corto pero potente ruido de interferencia emitido desde el Airship cautivó los oídos de los que estaban mil metros debajo.
—“¿Dónde están tus credenciales, polizón?”— Preguntó socarronamente William. —“Conozco esa voz, conozco esa insolencia”— murmuró con rabia Víctor. —“Esa coraza furtiva no te escuda ante mi juicio, y yo soy justicia allí donde se me necesite”— replicó Clark mirando el cielo. —“Oh, créeme falsario, nadie te necesita aquí. Sólo los ciegos. Y los ojos llevan abiertos demasiado tiempo aquí para tu mala fortuna”— contestó William. —“Toda la luz que crees ver aquí comienza a agonizar y no fui yo quien la mató”— contestó Clark.
El tetranitrato de pentaerititrol encapsulado en la esquina sudeste del galpón a doscientos metros bajo tierra finalmente culminó su tiempo vital. El ruido alcanzó los ciento sesenta decibeles ensordeciendo todo a su paso; la explosión desmaterializó un importante porcentaje del edificio y la onda expansiva terminó con las vidas de los habitantes de Metrodale en un radio de cinco kilómetros diezmando considerablemente las fuerzas marciales disputando el destino de Metrópolis. Los jenízaros, la Liga Qumram y la Guardia de Adam perecieron instantáneamente. Marian, herido de muerte reclamaba al espíritu de Isis una porción de suerte. Los únicos representantes del linaje markoviano en pie eran Víctor Stone y Franz Curry.
Desde el Airship se podía observar con claridad los límites de la destrucción y la topografía teñida de sangre. Allí abajo se habían sepultado los restos de Louis que lo atestiguó todo sin posibilidad de escapar. Con el rostro lleno de hollín y ADN ajeno, las lágrimas de Clark se camuflaban pero su dolor no podía esconderse. Se dirigió hacia los cielos y reposó su ser por encima de una nube: —“Muéstrate a todos y sal de tu cobarde anonimato”— exigió Clark. El Airship comenzó a vislumbrarse por etapas desde la proa hasta la popa. —“Con que allí estás, pequeño hijo de puta”— dijo Víctor Stone reponiéndose lentamente entre los escombros y buscando reactivar los engranajes del warsuit. —“Franz, ¿todavía sigues allí? Tengo un nuevo sobre para ti, hijo”— preguntó Víctor. —“Esos bastardos tendrán que golpearme más duro para acabar conmigo, señor”— contestó Franz. —“Pues bien, enséñales lo que…”— Esa frase nunca culminó. Isis fue generosa y Marian, invocando los poderes de Shazam y utilizando sus últimas fuerzas, voló con la velocidad de Mercurio y pudo satisfacer su destino fracturando el cráneo de Víctor de un golpe hercúleo. —“Ahógate en el Nun y besa la muerte. ¡Aaru, espérame!” gritó Marian con su último aliento. Franz contempló la extinción de sus pares y los pilares de su cordura colapsaron. —“¡Noooooo!”— exclamó Franz desatando todo el poder del Pesar de Hades sobre el horizonte disparándole a la nada, destruyendo todo lo que débilmente quedaba en pie. Toda su fuerza, aquella que lo había galardonado a los ojos de sus camaradas, expuesta en la tensión de cada uno de sus músculos, desgastaron el más importante y la presión desató un ictus hemorrágico fatal. Y así, el último markoviano languideció sobre el tablero.
18: El Resplandor
El AirRider de Pedro aterrizó sin inconvenientes en el techo de un viejo edificio de Midvale y descendió con prisa al encuentro de sus camaradas de la Orden ansioso de celebrar las buenas nuevas garantizadas por su obra. Se presentó en la habitación “8” del tercer piso donde se alojaban los Siervos de la Orden sobrevivientes y exaltado de felicidad se dirigió a Zuhair: —“Está hecho, mi generoso Señor. He honrado los deseos de La Guardia. Las reservas de medicina, comida y los demenciales planes de Castlewood y los Lobos han desaparecido, ¡la batalla está ganada!”—. —“¿De qué Guardia hablas, imbécil? Toda la avanzada legionaria no existe más. Han detonado una bomba monstruosa y limpiado todo rastro de vida en Metrodale. ¡Los Lobos han matado a su propia dinastía, son unos dementes!”— vociferó Zuhair. —“Imposible señor, yo mismo he plantado la bomba y la carga explosiva era pequeña. La carta lo decía, Señor. ¡Estaba en la carta!”— explicó Pedro. —“¿Que tu hiciste qué? ¿Qué carta, qué Guardia? ¡Has aniquilado una ciudad!”— reclamó Zuhair. El odio que emanaba de los ojos de Zuhair fulminaba a Pedro cuya alma comenzaba a acusar el golpe. Su mente viajaba nuevamente al pasado, a las calles hostiles donde la atención de sus vecinos se resguardaba ante su presencia. La infinita vergüenza lo tomó por la fuerza y salió corriendo camino al AirRider empujando todo lo que estuviera en su camino. —“¡Deténganlo!”— exigió Zuhair. Pero Pedro no escapaba de ellos. Exigiendo con desmesura hasta el último músculo de su cuerpo llegó al AirRider y tomó aliento para sonreír. Abrazó con fuerza y auténtico cariño a Goyo reclamándole el último verso de su obra. —“Sálvame”— le suplicó Pedro sollozando. El dedo índice ejerció la presión necesaria para vencer la resistencia del gatillo y el Spencer VT3 firmó su obra. Pedro el Silencioso callaría para siempre.
Desde la cabina del Airship se veía con magnetismo la presencia de Clark flotando sobre las nubes. Teodoro, Jean Baptiste y Antoine no terminaban de comprender lo que observaban. William, en tanto, se erigía solemne y desafiante regalándole a Clark una mueca de asco y gracia.
—“¿Es que acaso la muerte te regocija, cobarde? ¿Qué clase de barbarie eres”— preguntó Clark. —“¿Barbarie? Amigo mío, lo que aquí abajo se desata es el incontenible destino. Tu moralina de granjero cósmico nada tiene que hacer en esta eventualidad. Y si mal no recuerdo, el que huyó al olvido fuiste tú. No te atrevas a hablarme de cobardía”— replicó William. —“Yo no huí. Ustedes me echaron. Ustedes y su determinación para claudicar, para abandonar las más nobles de sus aspiraciones de grandeza. Yo no rompí jamás mi promesa. Cada vez que ayudé a restablecer sus sueños me hicieron a un lado; me relegaron a ser una eventualidad; una y otra vez”— se justificó Clark. —“Estás cegado de populismo alienígena. Ningún sueño nuestro te incluye. Siempre has sido una circunstancia, una pesadillesca circunstancia que tú estableciste como constante gracias al rebaño que te creó. Nosotros éramos antes de ti y seremos aun cuando no estés entre nosotros. ¡Bájate de tu pedestal de barro, polizón!”— sostuvo William. —“Mírate un poco, sentado en tu trono de soberbia, separando a tus pares como si alguno de ellos tuviera la autoridad de decidir por el resto y elevarte sobre ellos. Personificas todo lo que la injusticia significa”— argumentó Clark. —“No nos entiendes, nunca lo hiciste. Nadie me ha elegido y nadie necesita hacerlo. Yo mismo me he postulado cada segundo de mi vida sobre el resto. Yo cumplo mi promesa todos los días. Y eso es lo más justo que alguna vez hayas escuchado jamás. Tu impresión sobre nuestra condición te ha confundido por completo, polizón. Este Sol podrá convertirte en un dios entre nosotros pero sólo para aquellos que así lo decidan. Todo depende de nosotros, siempre ha sido así”— contestó William. —“Así es William, todo depende de nosotros, los humanos. Y no, no soy un polizón; soy tan hijo de esta especie como tu. Porque como has dicho, esa fue mi elección. Y yo sigo eligiendo”— sentenció Clark que incineró el motor del Airship con el fuego de su mirada.
La luz del evento se filtró por el agrietado concreto del bunker. Marcus Batson, cobijado por la total oscuridad de aquel refugio, levantó la mirada y las sombras comenzaron a delinear la presencia de sus padres y hermanos. Estaban vivos. Más vivos que nunca. Clark había cumplido su promesa. Una vez más.
FIN
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